Blog dedicado al estudio de temas históricos y jurídicos peruanos.

martes, 31 de enero de 2023

La primera campaña del ejército peruano

Bicentenario de las batallas de Torata y Moquegua (enero de 1823).


En medio de estos momentos críticos para el Perú, pasó inadvertido el bicentenario de la desafortunada primera campaña militar de la República del Perú, un acontecimiento olvidado entre la euforia de 1821 y los brillos de 1824. Para el profesor tacneño Peralta, ese olvido puede entenderse si se considera los resultados adversos de dicha campaña, la primera campaña a los Puertos Intermedios. "Nuestros ejércitos sufrieron vergonzosas derrotas, inexplicables contrastes. Uno que otro hecho heroíco apenas servirá de sombra para realzar el cuadro lamentable de nuestras humillaciones y desvaríos", diría Paz Soldán. Nemesio Vargas juzgaría la expedición como la “última tentativa de Buenos Ayres y Chile para emancipar al Perú: primer esfuerzo de los ambiciosos para librarse del socorro de Colombia”

En base a este mapa de 1840, en el que el geógrafo Agustín Codazzi trazó los escenarios de la etapa final de las campañas independentistas, se puede apreciar el plan sanmartiniano de las operaciones hacia los Puertos Intermedios. Sin embargo, la operación se vio comprometida por diversas causas: la falta de cooperación de la división colombiana de Paz del Castillo (su ruta de regreso, ilustrada con la flecha azul), así como el nulo apoyo de las fuerzas de las Provincias Unidas, inmersas en los conflictos entre unitarios y federales. Esto permitió a las fuerzas realistas, que aún dominaban gran parte del área andina (ver el espacio sombreado), concentrarse contra la amenaza de los Puertos Intermedios (la ruta de Canterac en refuerzo de Valdés, ilustrada con la flecha roja).
(David Rumsey Map Collection)

Cuando el Protector San Martín partió del Perú, dejó un plan de campaña contra los realistas que sería recogido por la Junta Gubernativa, integrada por el mariscal José de la Mar, Manuel Salazar y Baquíjano, y Felipe Antonio Alvarado. El proyecto sanmartiniano consistía en una compleja operación contra el ejército enemigo, que involucraría tres elementos: guerrilleros en el Alto Perú, un ejército en la sierra central, y otro ejército que desembarcaría en los puertos del sur del Perú, conocidos como los Puertos Intermedios. Estas tropas, actuando en conjunto, debían atacar a las dispersas fuerzas virreinales, siendo el ejército que operaría sobre los Puertos Intermedios la fuerza principal, ya que actuaría como cuña entre las tropas realistas, movilizándose por líneas interiores.

San Martín envió comisionados a Chile y a las Provincias Unidas del Río de la Plata para obtener su colaboración en dicho plan. En Chile, el ministro peruano José Cavero y Salazar, a pesar de la situación política del gobierno, logró la cooperación del Director Supremo de Chile, general Bernardo O'Higgins. En las Provincias Unidas, ya inmersas en los conflictos entre unitarios y federales, el comandante Antonio Gutiérrez de la Fuente solo consiguió buenas palabras de los gobernadores federales de Mendoza, San Juan y Córdoba, pero ninguna respuesta positiva de la unitaria Buenos Aires.

Hipólito Unanue, exministro de Hacienda, desde su curul parlamentaria, llamó la atención del Congreso para buscar fondos destinados a la expedición a los Puertos Intermedios, proponiendo una contribución forzosa entre los comerciantes extranjeros. Finalmente, el 27 de septiembre, se exigió una contribución extraordinaria de los comerciantes de Lima, con la Junta teniendo libertad para utilizar los medios necesarios para hacer efectiva dicha contribución. Ante las protestas, y tras algunos roces con los comerciantes ingleses, la contribución fue convertida en un empréstito sin interés, pero con la obligación de ser reembolsado en plazos determinados.

Documento de la Junta Gubernativa reconociendo la contribución de un ciudadano en el empréstito para financiar el Ejército del Sur.
(vendido en ebay.com)

Las fuerzas patriotas.

Con el regreso de la división peruana que participó en Pichincha y con la llegada de una división colombiana de refuerzo, al mando del general Juan Paz del Castillo, las fuerzas independentistas ascendían a un total de once mil hombres.

  • Las tropas peruanas se distribuían entre los dos batallones de la Legión Peruana, un batallón de Cazadores, los batallones 2, 3 y 4 de línea, los dos escuadrones del regimiento de Húsares, y los escuadrones Escolta del General y Dragones de San Martín. En total, sumaban 4300 hombres.
  • Las tropas argentinas pertenecían a los dos batallones del Regimiento del Río de la Plata, el batallón 11 y el Regimiento de Granaderos a Caballo. En total, sumaban 2000 hombres.
  • Las tropas chilenas formaban los batallones 2, 4 y 5. En total, sumaban 1800 hombres.
  • La división colombiana constaba de los batallones Vencedor en Boyacá, Pichincha, Yaguachi y Numancia (posteriormente conocido como Voltígeros). En total, sumaban 2200 hombres.

El historiador español Albí de la Cuesta señaló que se trataba "de un ejército multinacional, culminación del proceso que había llevado a las tropas de los distintos territorios bajo control independentista a unirse frente al enemigo común. Argentinos y chilenos habían luchado codo a codo en Chile; neogranadinos y venezolanos, en Venezuela primero y en Nueva Granada después; colombianos y peruanos en Quito. Ahora, fuerzas de cuatro antiguas provincias formaban conjuntamente frente a los realistas".

Para preparar la ofensiva prevista en los planes sanmartinianos, la Junta Gubernativa decidió formar dos cuerpos de ejército: el Ejército Libertador del Sur, al mando del general Rudecindo Alvarado (hermano del triunviro Felipe Antonio), y el Ejército del Centro, bajo las órdenes del mariscal Juan Antonio Álvarez de Arenales. El Ejército Libertador del Sur contaba con la totalidad de las fuerzas argentinas y chilenas, además del primer batallón de la Legión Peruana, constituyendo la fuerza principal en el ataque a las posiciones realistas en el sur del Perú. El Ejército del Centro, por su parte, tenía la misión de avanzar desde Lima hacia la sierra central, atacando las fuerzas realistas en el valle del Mantaro y evitando que pudieran apoyar a las fuerzas realistas en Cuzco y Arequipa.

Fotografía del general Rudecindo Alvarado, hacia 1870, en sus últimos años de vida.
(Granaderos Bicentenario - Facebook)

La rapidez era esencial para la expedición, pero la sorpresa nunca se logró: las noticias corrían rápidamente de un campo a otro, y además, era imposible disimular los preparativos de la expedición principal. Aun así, Alvarado debía demostrar una actividad insuperable para lanzar un audaz golpe sobre las fuerzas realistas, sin permitirles desplegar sus unidades. Con las huestes realistas de Arequipa destruidas, Alvarado podría avanzar, ya al norte para reforzar al Ejército del Centro, o al sur para arrollar a los realistas del Alto Perú.

Oriundo de Salta, el general Alvarado gozaba de prestigio como valiente, ganado en las campañas del Alto Perú y en Chile, bajo las órdenes de Belgrano, Rondeau y San Martín. En la batalla del Bío-Bío, el 19 de enero de 1819, Alvarado comandaba los Cazadores de los Andes. Llevó a cabo un audaz asalto a las posiciones realistas, disparó a quemarropa y cargó a la bayoneta, lo que decidió el triunfo. Lamentablemente, aunque era un oficial idóneo para ser un subalterno eficaz, no lo era para ejercer como general en jefe: "aunque animado del más puro patriotismo y de las mejores intenciones, este hombre benemérito fue singularmente desgraciado como soldado", diría Miller.

En carta al general Santander, el 11 de octubre de 1822, el Libertador Bolívar escribió sobre el comandante del Ejército Libertador del Sur: "El general Alvarado manda el ejército; este oficial tiene la mejor reputación. Todos le conceden cualidades eminentes, pero es un general flamante y además es un general muy nuevo, que a los ojos de sus compañeros debe parecer como un subalterno y no como jefe. El ejército que manda Alvarado está muy mal compuesto; es aliado de cuatro naciones independientes; cada ejército tiene una opinión diferente y ninguno tiene interés nacional. Además los jefes son en gran parte viciosos y facciosos, de modo que Alvarado va a tener muchas dificultades para vencer". Nemesio Vargas criticaba que no se hubiese dado el mando a La Mar o a Arenales, de mayor capacidad militar; los congresistas, despertado el espíritu nacional con la partida de San Martín, preferían "correr los peligros de una derrota, á dar oportunidad á dos extranjeros de adueñarse del país y de ser los primeros adalides de la América del Sur".

Desde la Gran Colombia, el Libertador Bolívar había enviado una división colombiana a órdenes del general Juan Paz del Castillo. Sin embargo, esta división no intervino en la campaña puesto que su comandante alegó nimios y fútiles pretextos para no cooperar: cuando dijo que no podía marchar porque sus tropas se hallaban en malas condiciones y sin ropa, la Junta le pidió enviar sólo al batallón Numancia; Paz del Castillo respondió que la orden expresa de Bolívar era no disgregar su división. Se optó entonces por integrarlos en las fuerzas del Ejército del Centro, entregándosele los elementos y vestimentas pedidas, pero Paz del Castillo se negó a ayudar, diciendo que el mariscal Arenales no era peruano. En carta a San Martín, el 23 de diciembre, Hipólito Unanue se quejaba: "los auxiliares de Colombia han consumido mucho dinero, no quieren salir a campaña; ponen condiciones inauditas y nos han paralizado los movimientos del señor Arenales". Finalmente, la Junta, considerando que los colombianos entorpecían las operaciones al crear dificultades, optó por licenciarlos y devolverlos a su país el 8 de enero de 1823, en buques especialmente fletados por el gobierno peruano.

En tal clima, en los primeros días de octubre, las tropas del Ejército Libertador del Sur se embarcaron en los transportes en la rada del Callao; el general Alvarado sería asistido por el general chileno Francisco Antonio Pinto como jefe de estado mayor. Al frente de las fuerzas chilenas, estaba el mariscal de campo Luis de la Cruz; al frente de las antiguas fuerzas rioplatenses, el general de brigada Enrique Martínez.

Las instrucciones que Alvarado recibió de la Junta Gubernativa, se limitaron a aconsejarle prudencia en todas sus operaciones, confiando en su criterio en lo referente a las operaciones militares. Pero el Congreso que quería intervenir en todo, también le dio unas extensas instrucciones en 17 artículos: el general quedaba autorizado para dar ascensos en el campo de batalla, para proveer las vacantes en las filas, para nombrar empleados civiles en las provincias liberadas, para hacer jurar la independencia y reconocimiento al Congreso, para celebrar tratados (bajo el principio de reconocer la independencia y el Congreso peruano), treguas y armisticios. El Congreso recomendaba a Alvarado el trato benévolo a los pueblos, la disminución en lo posible los males de la guerra, la protección a los españoles que no se mostrasen enemigos de la causa, la publicación de los decretos del Congreso y la difusión de la confesionalidad católica del nuevo Gobierno.

Según las memorias del mariscal Miller, la expedición se componía de 3859 hombres, distribuidos en los siguientes cuerpos:

  • 700 hombres del primer batallón de la Legión Peruana.
  • 700 hombres del batallón N.° 4 de Chile (coronel José Santiago Sánchez).
  • 400 hombres del batallón N.° 5 de Chile.
  • 100 hombres de la artillería de Chile (teniente coronel José Manuel Borgoño).
  • 350 hombres del batallón N.° 11 de Buenos Aires (coronel Román Deheza).
  • 1100 hombres del Regimiento del Río de la Plata (compuesto por los antiguos batallones N.° 7 y N.° 8 de Buenos Aires, bajo el mando del coronel Cirilo Correa).
  • 509 hombres del Regimiento Granaderos a Caballo (al mando del coronel Mariano Necochea).
Según el general e historiador argentino Bartolomé Mitre, las fuerzas argentinas ascendían a 1740 hombres: 900 del Regimiento del Río de la Plata, 380 del batallón N.° 11, y 460 de los Granaderos a Caballo. Miller apuntó que el escuadrón de los Granaderos a Caballo, al mando del teniente coronel Juan Lavalle, se reunió al ejército después del desembarco en Arica. Además, se suele dejar de mencionar al batallón N.° 2 de Chile, que también sirvió en la campaña.

Mapa de la campaña librada por el general Alvarado en el sur del Perú entre noviembre de 1822 y enero de 1823.
(publicado en la Historia Militar del Perú del general Dellepiane)

El 10 de octubre, dos mil hombres partieron del Callao, a las órdenes del entonces coronel Guillermo Miller, y entre el 14 y el 17, partieron el resto de las fuerzas, escoltados por la fragata O’Higgins, bajo el mando del almirante Manuel Blanco Encalada. El viaje por mar a Iquique demoró 53 días, colmado de incidencias. Primero, la averiada corbeta Independencia debió ser enviada al Callao, distribuyendo la tropa embarcada entre las otras naves. Luego, la colisión entre las fragatas Mackenna y O'Higgins, la noche del 30 de noviembre. Por último, llegó a escasear el agua al prolongarse el viaje.

Sin embargo, el ánimo iba alto. Miller recordaría: "La tropa se condujo perfectamente en el pasaje y un aire de alegría reinaba en ella, al cumplimiento de todas sus obligaciones. Eran sumamente adictos a sus oficiales, muy subordinados, limpios en sus personas y sus cosas y sensibles al más pequeño acto de atención o bondad. Las tres cuartas partes de la legión eran indígenas y muchos de ellos no podían hablar otra lengua que la suya nativa (la quechua) cuando se reunieron al cuerpo; pero aprendieron pronto las palabras de mando en español y su deber como soldados, todo lo cual les enseñaron con arreglo a la ordenanza española. Generalmente son de poca estatura, robustos y sin barbas, de color moreno y cutis reluciente. El resto de la gente eran mulatos y unos pocos criollos blancos que generalmente eran sargentos. La música era excelente y se componía de veintidós individuos, de los cuales doce tocaban por nota. En horas de tedio y noches de luna, la hacían tocar para que los indios cantasen sus yaravíes, mientras que los locuaces mulatos contaban cuentos o cantaban con los blancos las canciones favoritas de Lima, a cuya voluptuosa ciudad tienen los naturales una entusiástica afición. Los oficiales en el alcázar cantaban canciones patrióticas y nacionales, y la mayor parte tenía buena voz y mucho gusto para la música. Esa rigidez y distancia que se guarda hacia el soldado, quizás útil y aún necesaria en algunos ejércitos europeos, no existían entre los patriotas. Frecuentemente hablaban con sus oficiales y recordaban los placeres y ocupaciones de sus primeros años en los pueblos de su naturaleza; pero no por ello se tomaban libertades o confianzas indebidas, antes al contrario esta condescendiente familiaridad de los oficiales alimentaba el cariño de los soldados sin que disminuyese su respeto. Estos vínculos de estimación entre oficiales y soldados son muchas veces, en momentos de peligro, más fuertes y efectivos que la deferencia o sumisión producida por una fría severidad, las cuales si una vez llegan a romperse, no las reemplaza ningún sentimiento de mero respeto o ciega obediencia".

El futuro mariscal Guillermo Miller, inglés de nacimiento, combatió en la guerra de independencia y en las primeras guerras republicanas. Sus memorias, redactadas por su hermano John, recogen vividas descripciones de la vida de la sociedad y tropas peruanas.
(grabado publicado en la edición inglesa de sus memorias en 1829)

Recordaba el mariscal Miller en sus memorias: “El plan de operaciones de los independientes para la campaña que iban a abrir parecía excelente. Las divisiones realistas estaban muy distantes unas de otras, y tan diseminadas en uno de los países más montañosos del mundo que parecía muy fácil atacarlos separadamente. Las esperanzas de los patriotas se avivaron y todo parecía prometer un pronto fin a la lucha en el Perú". No obstante, como afirmó Gonzalo Bulnes, “Este vasto plan de campaña era bueno para ser desarrollado en un texto de estratejia, porque tiene apariencias de sencillez i de grandiosidad capaces de entusiasmar a un alumno de estudios militares; pero en la práctica ofrecia los mas sérios inconvenientes i las mas insuperables dificultades”, y pasaba a reseñarlas. Concibiendo las posiciones realistas como una línea militar y contando con el dominio del mar, se creyó posible cortarla a través de ataques simultáneos, aislando las divisiones realistas e impidiendo su reunión. Sin embargo, al estar en las alturas, la línea realista podía considerarse una posición fortificada, cuyo asalto debía realizarse cruzando el desierto, lo que retrasaría el avance patriota, dando tiempo a los realistas a concentrarse en los puntos amenazados. Además, la coincidencia de los ataques debía ser “tan perfecta como rara vez se realiza aun en los ejércitos mejor preparados”, quedando las fuerzas patriotas, en cualquier caso, en situación desventajosa al enfrentar cansadas tras el cruce de la cordillera a las frescas tropas realistas, acostumbradas al clima serrano.

En todo caso, luego de tan ardua navegación, finalmente el 11 de noviembre, se arribó a Iquique. Allí, se esperaba contar con refuerzos chilenos, pero Alvarado no los encontró. La situación política en Chile, marcada por la oposición al régimen del general O’Higgins, impidió el envío del batallón N.° 7 de Chile (de hecho, pronto estallarían rebeliones en Concepción y Coquimbo, que forzarían al general O'Higgins a renunciar en una emotiva ceremonia ante el cabildo de Santiago el 28 de enero de 1823). Estos retrasos generaron tensiones entre el ejército de los Andes y el ejército chileno, que Alvarado resolvió dejando en Iquique al batallón N.° 2 de Chile con 160 hombres, bajo el mando del teniente coronel Bermúdez, para que levantase efectivos, y luego de cruzar la cordillera, colaborasen con los guerrilleros del Alto Perú, tras lo cual, se dirigió con lo principal de sus fuerzas a Arica.

Mientras tanto, el 3 de diciembre de 1822, Miller y la vanguardia del ejército habían desembarcado en Arica. Cuatro días después, Alvarado arribó desde Iquique. Su estancia de tres semanas en Arica aún genera críticas entre los historiadores. El general Dellepiane apuntó que su inacción merece la más dura crítica, que la campaña habría sido un éxito de haber mostrado Alvarado una actitud más enérgica y decidida: “La irresolución del Caudillo originó el fracaso de la expedición; por ella, los realistas tuvieron el tiempo necesario para reunirse, que era lo único que les hacía falta”. Sin embargo, su cautela parece que se debía a la necesidad de reunir animales y provisiones para entrar en campaña, especialmente por la estrategia que el brigadier realista Gerónimo Valdés había aplicado: "Alvarado era general del Perú i se creía obligado a congraciarse el sentimiento de los habitantes. […] En cambio, Valdés se batía por i para España. Sacaba los recursos de donde los había, tomaba los hombres a la fuerza, imponía cupos, sin cuidarse de las simpatías del público, sabiendo que las tendría en caso de vencer, como sucedió", apuntó Bulnes.

Uniformes de la Legión Peruana de la Guardia, conforme a las memorias del mariscal Miller.
Según la teoría militar de la época napoleónica, un batallón de infantería estaba compuesta por cuatro compañías de fusileros, una de granaderos y una de cazadores (esta organización fue acogida en el decreto de 18 de agosto de 1821 que creó la Legión Peruana); estas últimas compañías solían flanquear a los fusileros en la batalla. Los granaderos eran los hombres más altos y fuertes, que formaban unidades de élite. Los cazadores (llamados también escaramuzadores o voltigeros), por otro lado, servían como infantería ligera especializada en escaramuzas, y podían moverse independientemente para hostigar al enemigo.
(dibujo del autor)

La aparente inacción de los patriotas desanimaba a los lugareños y desmoralizaba a la tropa, dándose cada vez más casos de indisciplina. Entonces el vehemente Miller habría increpado la pasividad al general Alvarado, y éste, disgustado, habría manifestado al inglés que, si le parecía bien, podía retirarse. La mediación de otros jefes, como el almirante Blanco Encalada, llevó a un acuerdo: Miller, apartándose del plan, tomaría la compañía de cazadores de la Legión Peruana, unos 120 soldados, y se trasladaría al norte, para atraer la atención de los realistas, indagar sus movimientos, y sin duda, reducir la fuerza con la que Alvarado se enfrentaría. Además, se enviaría al mariscal de la Cruz a Chile para solicitar del gobierno de O'Higgins, el envío de 800 soldados de infantería y (al menos) un escuadrón de caballería; la misión fracasó por la coincidencia en fechas de la derrota de Alvarado y la renuncia de O'Higgins. La fuerza de Miller se embarcó el 21 de diciembre, desembarcó en Quilca, y su intensa actividad, llegando a derrotar pequeños destacamentos españoles, capturar algunos realistas e interceptar sus correos. Contra la pequeña fuerza se movilizaron el brigadier José de Carratalá desde Arequipa y el coronel Manzanedo desde Lucanas. Enterados de los resultados de Torata y Moquegua, y estando Miller gravemente enfermo, la fuerza debió reembarcarse al Callao, a donde arribó el 12 de marzo.

Busto del mariscal Guillermo Miller en el Instituto Sanmartiniano del Perú.
(fotografía del autor, 2019)

Por su parte, Alvarado decidió avanzar hacia zona más saludable para sus fuerzas que el malsano valle de Azapa. El 23 de diciembre, el Regimiento del Río de la Plata, los Granaderos a Caballo y 4 piezas de artillería, al mando del coronel Correa, emprendieron marcha hacia Tacna, punto que ocuparon al día siguiente, siendo recibidos con gran entusiasmo por el pueblo tacneño. El 1° de enero de 1823, estas fuerzas fueron reforzadas por los batallones N.° 5 de Chile (el general Pinto afirmó en sus apuntes que ningún batallón chileno partió a Tacna, indicando que "Se hallaba allí integro i completo lo que se llamaba ejército de los Andes, con la agregacion de un batallón peruano bien subordinado i regularmente disciplinado", refiriéndose a la Legión Peruana) y N.° 11 de los Andes, al mando del general Enrique Martínez, quien se hizo cargo de todas las tropas acantonadas en Tacna. Para entonces, los realistas estaban en acción.

La movilización realista.

El Ejército Real del Perú se hallaba bajo el mando del teniente general José de la Serna, virrey del Perú desde enero de 1821, y ocupaba los territorios de la jurisdicción de las antiguas Audiencias de Cuzco y Charcas, esto es, el sur del Perú y el Alto Perú. Sus fuerzas se dividían en tres grandes agrupamientos: en el valle del Mantaro, el mariscal de campo José de Canterac con cerca de 5 mil efectivos; en Arequipa, el brigadier Gerónimo Valdés con 3 mil; y en Potosí, otros 3 mil hombres, al mando del general de brigada Pedro Antonio de Olañeta. Además, contaba con destacamentos y cuadros de batallones en Cuzco y La Paz.

El teniente general José de la Serna fue el último virrey del Perú, desplegando desde el Cuzco, una gran actividad para mantener en pie las banderas realistas en el área andina, por lo que a su regreso a España, sería honrado con el título de conde de los Andes.
(Palacio del virrey Laserna, Jerez de la Frontera, España
)

Miller afirmó, sobre la base de documentación que interceptó en Quilca, que "Los realistas se alarmaron al aspecto amenazador de las circunstancias, y el virrey La Serna escribió desde el Cusco al ministro de Guerra de España que a no ser socorrido inmediatamente con refuerzos de tropas de la Península, sería imposible continuar mucho más tiempo lucha tan desigual; pues mientras sus tropas se hallaban fatigadas por la necesidad de hacer marchas a distancias casi increíbles, los patriotas como dueños del mar Pacífico podían fácilmente transportar sus ejércitos de un punto a otro, ya para atacar sus fuerzas en detalle, esparcidas por necesidad sobre una vasta extensión de territorio o va para retirarse oportunamente cuando se viesen muy acosados. El virrey se quejaba agriamente de la indiferencia con que se habían visto las repetidas reclamaciones que había hecho hasta aquel momento, pidiendo al rey le enviasen socorros, y concluía diciendo que su salud había padecido considerablemente en tan críticas y fatigosas circunstancias que se creía incapaz de llenar las difíciles obligaciones de virrey y, por lo tanto, hacía su dimisión por segunda vez, pidiendo que su majestad se dignase nombrarle sucesor”.

Sin embargo, el plan de los independentistas, dependiente en gran parte de la sorpresa, falló en ese crucial punto: “El virrey la Serna no ignoraba el proyecto de los enemigos: sabia el estado en que la expedicion se hacia á la mar, de qué fuerzas se componía, cuál era su designio capital y el punto preferente de su desembarco; asi fué que se preparó con mucho acierto para recibirla”, recordaría el general García Camba.

Y así, el virrey ordenó al brigadier Valdés, uno de sus mejores oficiales, que se trasladase de La Paz a Arequipa para hacerse cargo de las fuerzas allí existentes. Dichas fuerzas, ascendían a más de 2000 soldados (según Paz Soldán eran 1765 infantes y 757 jinetes), distribuidos en los siguientes cuerpos:

  • Batallón de Gerona (unidad formada en la Península, aunque integrada por personal americano, al mando del coronel Cayetano Ameller y distribuida en cinco compañías).
  • Batallón del Centro (unidad formada por americanos, al mando del coronel Baldomero Espartero y distribuida en cinco compañías).
  • Escuadrón de Cazadores montados (unidad formada por americanos, al mando del teniente coronel Feliciano Asin y Gamarra).
  • Escuadrón de Dragones de Arequipa (unidad formada por americanos, al mando del teniente coronel Manuel Horna)
  • Tercer Escuadrón de Dragones de la Unión (unidad formada por americanos, sobre la base de un escuadrón peninsular, al mando del teniente coronel N. Puyol).
  • Compañía de Zapadores (capitán N. Roldán).
  • Dos piezas de artillería.

El asturiano Gerónimo Valdés fue uno de los mejores oficiales realistas en el Perú. Tras regresar a España, fue capitán general en Valencia, en Galicia, en Cataluña y en Cuba (época en el que se hizo el retrato que inspiró este grabado); la reina Isabel II le concedió el titulo de conde de Torata.
(publicado en el tercer volumen de los Documentos para la historia de la guerra separatista del Perú, editados entre 1894 y 1898, por su hijo, Fernando Valdés, segundo conde de Torata)

En palabras de Mitre, Valdés era un “Tipo original por su carácter austero, tan desinteresado como humano, y tan activo como resuelto, poseía á la par de un espíritu bastante cultivado una alma intrépida y serena. Era, en suma, un hombre de guerra con verdadero genio militar en su esfera, que á la inversa de La Serna estimaba en alto grado las tropas indígenas, cuyas raras cualidades para la guerra de montaña supo utilizar, haciéndose amar de ellas, y que ha dejado en América la reputación del más temible y del más noble de sus adversarios”. Ricardo Palma recordaría en una de sus Tradiciones Peruanas, “la sobriedad del militar, la caballerosidad del compañero de armas y el respeto por la dignidad de la clase que se inviste”.

Como su jefe de estado mayor, Valdés pidió el concurso del entonces coronel Andrés García Camba, quien alcanzó a las fuerzas realistas el 8 de diciembre en los altos de Moquegua. Para entonces, Valdés había ordenado que los habitantes de la costa al sur de Arequipa, que “retirasen de la aproximacion del mar toda clase de ganado y cualquiera otro recurso, señaladamente de movilidad que pudiera prestar servicio al enemigo”. Además, distribuyó sus fuerzas: el batallón de Gerona en Torata, el batallón del Centro en Omate y la compañía de Zapadores con los escuadrones de caballería en el alto de Moquegua.

Las consecuencias de las órdenes de Valdés no se hicieron esperar en el campo patriota. El general Pinto describió la situación del ejército en una carta de 12 de diciembre, al Director Supremo de Chile, general Bernardo O’Higgins: “Aunque en el boletin que le acompaño se diga que hemos encontrado recursos, el hecho es que toda la costa está desolada, i que hasta la fecha casi todo el ejército está comiendo de los víveres que sacó del Callao. No podemos movernos hasta que nos lleguen los caballos de Chile, pues con dificultad hemos podido montar un escuadron en caballos. Entre mulas de carga i de silla tenemos como 350; pero lo que mas nos aflije son las subsistencias”.

El general chileno Francisco Antonio Pinto fue jefe de estado mayor del Ejército Libertador del Sur en la fallida campaña de Puertos Intermedios. Ocuparía la Presidencia de Chile en dos ocasiones entre 1827 y 1829.
(Biblioteca Nacional de Chile)

En la misma carta, el general Pinto evidenció que el ejército sabía de la política de tierra quemada de Valdés: “Luego que el enemigo supo nuestro desembarco en Arica, ha situado la mayor parte de sus fuerzas en Torata, cuyo pueblo mora cuatro leguas de Moquegua. Lo mas sensible es que por falta de movilidad en nuestro ejército, le estamos dando todo el tiempo suficiente para que reuna cuantas fuerzas pueda i destruya lo que crea pueda aprovecharnos”. Y luego se quejaba de la demora en los refuerzos chilenos: “Hemos sabido que la caballería i reclutas que usted nos enviaba habia llegado al Callao. Mucho temo que nos escamoteen o cambien la tercia parte de la jente: tal es el hábito que se tenia de despojarnos de soldados chilenos”.

El virrey, sabiendo que las fuerzas de Valdés eran reducidas frente a las de Alvarado, ordenó al mariscal de campo José de Canterac, al mando de las tropas realistas en la sierra central, que enviase al Cuzco algunas unidades. Canterac, que conocía bien la situación en Lima, convencido de que no había que temer algún peligro para sus fuerzas en Jauja, se puso personalmente en marcha en la primera quincena de noviembre de 1822, con dos escuadrones más de lo que le pedía el virrey; a cargo de las fuerzas de Jauja, quedaba el brigadier Juan de Loriga. El virrey acabó por aceptar la iniciativa de Canterac, quien “ambicionaba hallarse en todas partes donde hubiera mayor riesgo: esta ambicion era eminentemente honrosa, pero no siempre podría ser compatible con los intereses del mejor servicio”, según recordaría García Camba; de hecho, en 1835, Canterac sucumbió víctima de ese vehemente arrojo al intentar sofocar un motín en Madrid.

El mariscal José de Canterac, francés de nacimiento, tendría destacada figuración en el Ejército Real del Perú; en 1824, firmaría la capitulación de Ayacucho, por haber caído herido y prisionero el virrey La Serna.
(Museo del Ejército, Toledo, España)

Tras hacer algunos cambios en las unidades, Canterac marchó a Puno, con aproximadamente 2000 soldados (Paz Soldán afirmó que eran 2400), distribuidos en los batallones Burgos y Cantabria (unidades peninsulares, rehechas con americanos), dos escuadrones de Dragones de la Unión y dos de Granaderos de la Guardia (unidad formada por americanos), además de dos piezas de artillería. Por su parte, Valdés recogió toda la información posible sobre los movimientos de Alvarado, trasladándose a Sama. Además, en el Alto Perú, el ejército de Olañeta, enterado de la presencia patriota en Iquique, preparaba sus fuerzas para descender sobre Tarapacá. De esta manera, el plan del virrey La Serna era defensivo: Valdés formaría la vanguardia, Canterac permanecería en Puno como una fuerza de observación, y el mismo virrey se quedaría en Cuzco con una fuerza capaz de acudir al punto que fuera necesario.

Los primeros choques.

El 9 de diciembre, Valdés recibió un emisario de Alvarado que ofrecía un canje de prisioneros (en Iquique habían apresado un oficial y seis soldados), a lo que el brigadier realista, recelando que el emisario tenía la intención oculta de reconocer su situación, respondió que "como la presente campaña debía ser de corta duracion por sus circunstancias se trataría del canje que el señor Alvarado proponía despues de terminada". Luego de una rápida incursión a Tacna y Pachía en la quincena de diciembre, donde se informó mejor de la situación de las fuerzas patriotas, Valdés regresó a Sama.

Hasta el 29 de diciembre de 1822, los reportes de los exploradores realistas informaban que sólo había 1200 soldados patriotas en Tacna. Sea para informarse por si mismo de la veracidad de sus informantes, o para sorprender la tropa patriota en Tacna (ignorando la llegada de refuerzos patriotas de Martínez), Valdés salió de Sama la tarde del 31 de diciembre; lo acompañaban 400 infantes montados, 400 jinetes y 2 piezas de artillería. Sin embargo, en medio de la camanchaca, el guía se perdió en el desierto, por lo que cuando amaneció el 1° de enero, ambos bandos se divisaron, frustrándose la sorpresa. Martínez desperdició la oportunidad que le ofrecía el tener a Valdés en campo abierto, con sus fuerzas acosadas por la fatiga y la sed, en la meseta que domina Tacna. El brigadier realista marchó hacia el este y bajó sin oposición al valle del Caplina, llegando a Calana, a 10 kilómetros de Tacna. Mientras sus soldados y las acémilas descansaban y se reponían de la marcha nocturna, Valdés se agenciaba de noticias sobre los refuerzos patriotas, disponiendo la vigilancia en el camino a Tacna.

Recién dos horas después, Martínez hizo marchar sus fuerzas hacia Calana. Conocía el número reducido de las fuerzas de Valdés, gracias a la captura en esos momentos, del teniente coronel de los Pardos de Arica, el "honrado y fiel" afroperuano Martín Oviedo, quien había partido de Sama con pliegos para Valdés. García Camba recordaría con amargura que Oviedo, creyendo que las fuerzas delante eran realistas, cayó en poder de las fuerzas de Martínez, quien lo calificó como espía pese a su uniforme e insignias y a los pliegos que portaba, y “lo hizo pasar en seguida por las armas con la mas indisculpable barbaridad”. Martínez se justificó en abril, en respuesta a las recriminaciones de Canterac durante unas negociaciones, afirmando que Oviedo "entró en los diferentes lugares donde se hallaban los cuerpos situados, y al retirarse ya por el último de ellos fué reconocido por un paisano el que gritó inmediatamente que le prendieran [ya] que era enemigo", siendo detenido y pasado por las armas. Ambas versiones podrían complementarse: quizás Oviedo, efectivamente se extravió, y creyó que las fuerzas de Martínez eran las de Valdés, y recorrió el campo en busca del brigadier, hasta ser detenido, ya sea al intentar salir habiendo notado que eran las fuerzas patriotas, ya sea aún convencido de hallarse con las fuerzas realistas.

El general Enrique Martínez, oriundo de Montevideo, participó en la campaña sanmartiniana. En 1822, fue presidente del departamento de Trujillo, incentivando el reclutamiento para las fuerzas patriotas. Su conducta en la expedición de Puertos Intermedios le mereció fuertes críticas.
(Granaderos Bicentenario - Facebook)

Habiendo avistado las columnas de infantería y caballería de Martínez, Valdés colocó guerrillas de caballería en los puntos que le parecieron idóneos, detrás de las cuales, desplegó sus fuerzas escalonadas: primero el Gerona, luego los dos cañones y cubriendo la retaguardia, el Centro. “En este estado aquel puñado de españoles en su gran mayoría peruanos, esperaron al enemigo con una serenidad, una firmeza y una confianza verdaderamente imponentes”, escribió García Camba. Tal confianza se veía reforzada por la desganada persecución emprendida por Martínez, a tal punto, que esas débiles guerrillas de caballería bastaron para contener la escasa acometividad patriota. Recién hacia la una de la tarde, Martínez se animó a atacar a las descansadas fuerzas de Valdés, que usaron el resto de la tarde en replegarse en orden hacia Pachía; la caballería patriota acosó a las fuerzas realistas, sin lograr desordenarlas. Las fuerzas patriotas siguieron a las realistas, y al atardecer, abandonaron la persecución, regresando a Tacna. El audaz brigadier, libre de amenazas, siguió viaje a Tarata y luego a Candarave, a donde llegó el 6 de enero.

En su parte de los hechos, Valdés recordaría con elogio a las guerrillas que cubrieron su retirada: “Los 35 cazadores montados que con los oficiales Blanco, Peralta y Arteaga se retiraban en guerrilla bajo la direccion del primero, no hallo expresiones con que recomendar su bravura y órden, obligando en diversas ocasiones á las numerosas guerrillas enemigas á replegarse sobre sus columnas; y aun asi no han podido evitar que el valiente Blanco atravesara con su espada á un oficial enemigo, teniendo bastante frescura para apearse á recoger el sable y sombrero del muerto”.

Los tres oficiales mencionados elogiosamente en el parte de Valdés eran americanos. Uno de ellos, el capitán Pedro Blanco, por su valor, recibió del brigadier una espada de honor y el ofrecimiento de un ascenso al grado de teniente coronel. Sin embargo, días después se pasó al bando patriota, llegando a ser elegido presidente de Bolivia en diciembre de 1828; su gobierno sólo duró cinco días, y el 1° de enero de 1829, sexto aniversario de su valiente actuación en Calana, fue asesinado por sus carceleros, que arrojaron su cadáver desnudo a una pila de estiércol. “Sensible es por cierto que un oficial tan recomendable hubiera sido sacrificado sucesivamente al furor de los mismos independientes, á cuyas filas se había pasado desconfiando tal vez de los esfuerzos de los realistas para sostener su causa”, se lamentaría el historiador español Torrente.

Las críticas a Martínez no se hicieron esperar. El general Pinto no se explicaba “la causa de esta culpable inaccion, o mas bien, de este cobarde procedimiento”. No fue distinta la crítica de Paz Soldán: “La ineptitud o cobardía de Martinez hizo perder la ocasion mas oportuna para perseguir y destrozar á Valdez y tomarle prisionero con toda su fuerza, segun el mismo lo creía, pues hasta el dia anterior no tenia conocimiento ni del número ni la calidad de la tropa de Alvarado”.

La misma noche del 1° de enero, el general Pinto y la división chilena llegaron a Tacna y al día siguiente, arribó el general Alvarado, que informado de lo ocurrido, “no hizo mas que encogerse de hombros. ¿I qué otra cosa podía hacer?”. Ese mismo día, el Congreso en Lima aprobó un decreto concediéndole una medalla de oro con la inscripción: “El Congreso Constituyente del Perú. – Al Mérito Distinguido. – Año de 1823. – 4° de la Independencia y 2° de la República”; un decreto similar se aprobó para el mariscal Arenales, siendo promulgados ambos decretos el 3 de enero. 

Mientras Valdés se retiraba, se produjeron dos escaramuzas: una favorable a los patriotas en Ilabaya (6 de enero), y otra favorable a los realistas (7 de enero). Al llegar el brigadier a Moquegua, el 11 de enero, se informó de la presencia de 150 soldados patriotas en Locumba, y que el resto de la fuerza de Alvarado se hallaba en Sama. Entonces, dispuso que el coronel Cayetano Ameller, con tres compañías del batallón de Gerona y 125 caballos, marchase a Locumba y sorprendiese al adversario. El 14 de enero, Ameller ocupó Locumba, pero se encontró con toda la división de Alvarado, que había llegado la víspera.

Fatigada tras la marcha nocturna, la tropa realista realizó un movimiento oblicuo, quedando a retaguardia de la fuerza patriota. Dejando unas guerrillas para cubrir su retirada, Ameller y sus tropas tomaron el curso del río Locumba, replegándose hasta las alturas de Candarave. Las fuerzas que el general Pinto dirigió en su persecución no pudieron alcanzarla, pese a acosarla durante cinco horas (según el general chileno, los Granaderos a Caballo rehusaron en dos ocasiones la orden de cargar sobre las fuerzas realistas). “Justo es decir, que la disciplina, el valor y la sangre fría, salvaron á Ameller; y que Alvarado cometió una grave falta en dejarlo escapar; pues una victoria fácil hubiera retemplado al soldado, y hubiera reparado con creces la pérdida de tantos días”, apuntaría Nemesio Vargas, añadiendo que el hecho que tanto Valdés como Ameller, hubieran estado a punto de ser derrotados, uno en Calana y el otro en Locumba, debido a la falta de información precisa, es testimonio del patriotismo de los tacneños.

Lejos de peligro y habiendo perdido sólo 5 hombres y algunos caballos, Ameller condujo su tropa a través de Mirave hacia las alturas del valle de Locumba, y luego hacia Torata, punto donde las fuerzas de Valdés se concentraban para reunirse con los batallones que, con Canterac al frente, marchaban desde Puno. Estas escaramuzas servían para atraer al Ejército Libertador del Sur hacia un punto apartado de la costa, donde se viera obligado a aceptar combate contra sus fuerzas combinadas con las que marchaban con Canterac. Así, el 17 de enero, mientras el ejército de Alvarado llegaba a La Rinconada, punto situado a 25 kilómetros de Moquegua, Valdés escribía a Canterac: “Hasta ahora todo ha salido á medida de mis deseos. El enemigo sin advertirlo marcha á su total destruccion”.

La batalla de Torata.

La mañana del 18 de enero, Valdés se enteró por sus avanzadas, que el ejército patriota estaba cerca de Moquegua. En la tarde, por el sector conocido como El Portillo, Alvarado y su ejército ingresó a la villa de Moquegua. Ambos ejércitos estaban a la vista, pero a pesar de tener más fuerzas que Valdés, una vez más, Alvarado no tomó iniciativa alguna, por lo que el brigadier marchó hacia Torata. Alvarado diría después, en carta a San Martín, que habría batido a Valdés de no ser porque "algunos Gefes no se hubieran empeñado en descansar con cuyo motibo me vi precisado a detenerme dos días y el 19 de Enero rompí el mobimiento sobre Torata". Los patriotas a su turno, levantaron campamento en Samegua, en las afueras de Moquegua.

La población moqueguana recibió con gran entusiasmo a las fuerzas patriotas. Tomás Dávila, un niño de 12 años entonces, recordaría en 1853: “¡Oh día de tanto regocijo y alborozo! Toda la juventud moqueguana desenterrada de sus sótanos ofrecióse gustosa para aumentar el número de los beligerantes, y llenos éstos de dinero, víveres en abundancia y de cuanto apetecer pudiesen, encamináronse al día siguiente al punto de Torata, distante cinco leguas de Moquegua, y al que el español Valdés había reconcentrado sus fuerzas, sin haber podido proporcionarles la suficiente movilidad, porque conocía que el país se le rebelaba por momentos, y que solo estaba bajo su dominación el terreno que pisaba. Fueron tan públicas y espontáneas las demostraciones de Moquegua para el obsequio y recepción de los patriotas, que parece de más el describirlas”.

Al amanecer del domingo 19 de enero de 1823, las fuerzas realistas en repliegue hacia Yacango, se reencontraron con las fuerzas de Ameller en el camino de Sabaya hacia el punto que entonces se denominaba altos de Valdivia (actualmente Ilubaya). El brigadier realista decidió dejar los equipajes, ganado y enfermos, al cuidado de las tropas de Ameller, en la posición segura en los altos de Valdivia. Por su parte, en Samegua, las fuerzas de Alvarado abandonaron el campamento y empezaron a marchar hacia Torata.

Plano de la batalla de Torata, el 19 de enero de 1823.
(publicado en la Historia del Perú independiente de Paz Soldán)

La topografía del campo de batalla ha variado en dos siglos, con cerros y colinas cortadas para abrir paso a las carreteras modernas; sin embargo, el espacio donde se realizó la batalla se sitúa en la margen occidental del río Torata, en una cadena de alturas sucesivas entre Yacango y la actual Ilubaya. La zona meridional era zona de cultivo irrigado por el río Torata, mientras que la zona septentrional se concatenaba con la cordillera.

Valdés contaba con una fuerza entre 1700 y 2000 soldados, y 400 caballos. Su moral era alta luego de los encuentros con las fuerzas adversarias. Contaban con el refuerzo de Canterac y cerca de 200 hombres, que estaban a un día de marcha. Frente a ellos, las tropas de Alvarado oscilaban entre 3000 y 3500 soldados.

Al amanecer del 19, Alvarado y sus fuerzas salieron en busca de las tropas realistas, lo que fue notado por los puestos avanzados realistas. En Yacango formaron las tropas del Gerona y del Centro, y Valdés ordenó proceder a una lenta retirada, decidido a aprovechar las escarpadas posiciones que le ofrecía el camino. Poco después de las nueve de la mañana, empezó un nutrido fuego entre ambas partes, pero los patriotas solo avanzaban a medida que los realistas retrocedían. En ese momento, Valdés recibió la noticia que los patriotas lo habían flanqueado y estaban ocupando los altos de Valdivia, ante lo que aceleró el repliegue y envió al coronel García Camba con la caballería y las fuerzas situadas en Zabaya, para ocupar la posición amenazada; todo resultó en un falso aviso, pero viendo los patriotas aquella acelerada retirada, la lucha ganó mayor ímpetu.

“El combate fué tomando sucesivamente cuerpo, el fuego vino á ser vivo y por intérvalos horroroso, y poco adelantaron ya los independientes”, recordó García Camba. Hacia las cuatro de la tarde, Canterac, que escuchó a través de la cordillera el estruendo del fuego de fusilería y artillería, se adelantó a sus fuerzas, acompañado por su secretario y un ayudante. En el campo patriota, el general Pinto notó haber escuchado "un gran grito en el campo realista, como un hurra jeneral, que llamó nuestra atencion". Valdés y Canterac conferenciaron brevemente, acelerando la marcha de las fuerzas en camino. Las fuerzas del brigadier defendían obstinadamente las penúltimas alturas de Valdivia.

Fue en ese momento, cuando se extendió la línea patriota. Al oeste del pueblo de Torata, cruzando el río, formó la Legión Peruana, constituyendo la derecha de la línea. En el centro, en una loma accesible de frente y con barrancos a los costados, se desplegó el Regimiento del Río de la Plata. A la izquierda, tomaron posición los batallones N.° 4 y N.° 11 de Chile. El N.° 5 de Chile y la artillería quedaron en la retaguardia, junto con la caballería, formando así, en opinión de Dellepiane, una masa de maniobra “para cortar al enemigo el camino de Puno, pensando envolver la derecha realista”.

Frente a la Legión Peruana, en la izquierda realista, formaron las compañías del batallón del Centro con el coronel Espartero a la cabeza. En los altos detrás, en el centro de su línea, Valdés colocó a dos compañías del batallón de Gerona, al mando del comandante Domingo Echezárraga, y a dos escuadrones de cazadores al mando de Asín y Gamarra. A la derecha, quedaban las tres compañías restantes del batallón de Gerona, al mando de Ameller. A retaguardia, quedaron los Dragones de Arequipa y el tercer escuadrón de los Dragones de la Unión. Por otro lado, los refuerzos de Canterac estaban arribando al campo de batalla: las primeras fuerzas en llegar fueron los escuadrones de caballería que coronaron los altos de Valdivia, y divisando el combate, lanzaron estruendosas vivas al Rey, animando aún más el ardor de las fuerzas de Valdés.

Protegidos por los fuegos del Regimiento del Río de la Plata, los batallones N.° 4 y N.° 11, en la izquierda patriota, empezaron a moverse hacia el flanco derecho realista. Entonces "notando debilidad y falta de arte en el modo de ejecutar esta temible operación", Canterac y Valdés desplegaron las compañías del Gerona, al mando de Ameller, las cuales prolongaron su línea y se lanzaron al ataque al grito de “¡Aquí está Gerona!”. Su carga a la bayoneta logró frenar el golpe, desordenando ambos batallones y rechazándolos sobre el batallón N.° 5 que marchaba detrás, generando confusión al arremolinar a los tres batallones. Por el terreno en que se hallaba, el Ejército Libertador del Sur no podía reparar ese golpe, y los jefes realistas no dejaron de notarlo. En el acto, ordenaron un ataque general con todas las fuerzas de infantería y caballería disponibles: el fatigado Ameller y sus tres compañías cargaron contra los desorganizados batallones de Chile; Valdés en persona, tomó a las restantes compañías del Gerona y a los cazadores para cargar contra el Regimiento del Río de la Plata; Espartero y el Centro cargaron contra la Legión Peruana

En el lado derecho de la línea patriota, la Legión Peruana desplegaba bizarría en su bautismo de fuego. Mitre apuntó que se distinguió “por su firmeza y resistencia el primer batallón de la Legión peruana, que por la primera vez entraba al fuego”. Al frente se hallaba el teniente coronel Pedro de La Rosa, y a su lado, su amigo, el mayor Manuel Taramona. Ambos habían sido cadetes en el ejército realista, donde llegaron al grado de capitanes; juntos, se pasaron al campo patriota, y formaron parte de la Legión Peruana desde su creación. En Torata, se adelantaron un buen trecho al frente de su tropa, despreciando el nutrido fuego realista, y La Rosa exclamó: “aquí están La-Rosa y Taramona, oficiales en otro tiempo en el Ejército Real; pero ahora de la Legion y que nada desean con tanta ansía, como pelear por su Patria: Españoles, venid á experimentar el valor de la Legion”. Fue el coraje de ambos oficiales lo que galvanizó a sus hombres en medio de la batalla.

Baldomero Espartero, hijo de un modesto constructor de carros, fue soldado en la guerra de independencia en España, coronel en la guerra de independencia en el Perú, y general en jefe de las fuerzas leales a Isabel II en las guerras carlistas. Fue uno de los personajes más populares de la España del siglo XIX, llegando a ser presidente del Consejo de Ministros y regente de España durante la minoridad de Isabel II.
(pintura existente en el Ayuntamiento de Sevilla)

Frente a la corajuda Legión Peruana, se hallaba otro valiente, el coronel Baldomero Espartero, dirigiendo al batallón del Centro en un asalto a la bayoneta. A su lado, se arrojaron contra las filas peruanas "á morir matando algunos soldados de dragones de Arequipa y de Cazadores-Montados". El terreno impidió que todo el batallón siguiera a Espartero en su carga, y con menos de 200 hombres se lanzó sobre la Legión Peruana “con un arrojo superior á toda ponderacion”. El coronel español fue desmontado, y espada en mano se batió al frente del Centro, atravesando personalmente a un oficial patriota, y pese a recibir tres heridas, no dejó de dirigir a sus fuerzas hasta que concluyó la acción. Habiendo sufrido fuertes bajas, la Legión Peruana debió replegarse.

Todas las fuentes coinciden en resaltar el coraje de la Legión Peruana. Miller recordaría con pena: "Mi primer batallón que tanto trabajo me costó formarlo, y que ocupó todos mis conatos por un año, ha sido hecho pedazos en la acción de Torata. Pero se batió bizarramente; todo el resto del ejército admira su conducta, todos lamentan su pérdida y no hay uno que no convenga en que ha adquirido fama en medio de la desgracia. La firmeza con que rechazó dos cargas de caballería después de haber cedido el resto del ejército, y la precisión y sangre fría con que maniobró bajo un fuego horroroso, arrancaron públicas alabanzas del mismo Canterac. Y aún eran reclutas casi todos; pero había tanto espíritu de cuerpo y tal unión entre oficiales y soldados, que siempre preví harían algo brillante en cualquiera tiempo que se encontrasen con el enemigo. La noble ambición de su joven comandante don Pedro de la Rosa no contribuía poco a aumentar mis esperanzas".

Mientras tanto, Valdés encabezaba el asalto a las posiciones del centro patriota, donde se hallaba el Regimiento del Río de la Plata. Dos caballos le mataron, y el segundo, al caer, le aplastó la pierna. Viendo la situación, los patriotas se lanzaron contra el brigadier, sea para apresarlo o victimarlo; los soldados realistas hicieron lo propio para impedirlo. Con la cadera contusa, apoyado en el codo, Valdés se defendió como un león, dando tiempo a Espartero para flanquear al Regimiento del Río de la Plata, logrando sacar al brigadier del aprieto. En medio de la refriega, el comandante Asín y Gamarra recibió una herida mortal, de la que moriría el día siguiente. El mismo Ameller perdió dos caballos. No obstante, los realistas habían batido en toda la línea a las fuerzas de Alvarado, y hacia las seis y media de la tarde (según García Camba), cesó el combate.

Plano de la batalla de Torata, librada el 19 de enero de 1823.
(publicado en la Historia Militar del Perú del general Dellepiane)

En Torata, ambas partes lucharon con valor, pero el mando fue deficiente en el lado patriota. Alvarado afirmó en una memoria posterior, “Nada he dicho intencionalmente del combate habido en Torata cuarenta y ocho horas antes del de Moquegua, porque no me encontré en él, y porque mi juicio no se estimará imparcial”, mientras que el relato de Martínez haría suponer que solo llegó en los momentos finales de la batalla, para ordenar la retirada. De estos testimonios, resultaría algo ilógico: que no hubo general al mando durante la batalla; o posiblemente ninguno quiso asumir la responsabilidad de la derrota. En cambio, los oficiales realistas evidenciaron un arrojo temerario y un eficaz manejo de las tropas a su disposición. En palabras del general Dellepiane, Torata fue una “evidente prueba de atrevimiento y ardor, amor a la bandera y a la causa que defendían”.

Los patriotas dejaron en el campo entre 500 y 700 bajas. La Legión Peruana quedó casi en cuadro, tras haberse batido brillantemente; también el batallón N.° 4 de Chile sufrió 180 bajas, y el N.° 5 casi toda su compañía de cazadores. Las pérdidas de Valdés giraron en torno a los 250 hombres. Según el registro parroquial de Torata, muchos de los caídos, regados por el campo de batalla, serían enterrados en el mismo lugar que perecieron por los comisionados de la iglesia, sin poder identificarlos. Y en una de esas ironías de la historia peruana, el mismo día de la batalla de Torata, la Junta Gubernativa promulgaba una Ley que ordenaba la construcción de un obelisco en la playa de Arica en honor a "los gloriosos esfuerzos del ejército del sur", a la par que concedía a Moquegua el título de ciudad, y elevaba a Tacna y a Torata a la categoría de villa.

Ley del 19 de enero de 1823, ordenando la construcción de un obelisco en la playa de Arica.
(Archivo Digital de la Legislación Peruana

La retirada de las fuerzas patriotas se hizo en buen orden, y sin recibir acoso por parte de las extenuadas fuerzas de Valdés. No obstante, la moral del ejército quedó seriamente quebrantada. Según los datos del general Pinto, a las siete de esa noche se discutió en una junta de guerra los siguientes movimientos, acordándose una retirada a Ilo para reembarcarse. Existían varios motivos: “El primero, falta de municiones, pues no había en el parque un solo cartucho por haberse ya gastado los que conducia; el segundo, que entre los heridos i dispersos contaba el ejército mas de 600 hombres fuera de combate, que agregados al crecido número de enfermos que se hallaban en los hospitales de Arica, Tacna i Moquegua, apenas había una fuerza disponible de 2,000 hombres de toda arma; i el tercero, el refuerzo del enemigo, que por entónces no se sabia que era el del jeneral Canterac”. A las diez de la noche, el Ejército Libertador del Sur, trasladando "sus enfermos i heridos en parihuelas", emprendió marcha hacia Moquegua, adonde arribó a la mañana siguiente.

La batalla de Moquegua.

Terminada la batalla de Torata, las fuerzas realistas aseguraron su posición en los altos de Valdivia, en guardia ante la posibilidad de un desesperado ataque nocturno por parte de los patriotas. También recogieron a los heridos de ambos bandos; se resalta la figura del sacerdote franciscano Alvino Odena, capellán de los Dragones de Arequipa, quien, en medio del fragor de la batalla y después de ella, se dedicó a prestar los auxilios espirituales a los moribundos, “espectáculo tan tierno como nuevo para muchos de aquellos combatientes, y digno siempre de ser imitado”.

A las tres de la tarde del 20 de enero, Valdés se trasladó a Yacango con los batallones de Gerona y del Centro, y dos piezas de artillería, y según García Camba, recogió papeles y los sellos del estado mayor patriota, olvidados en la retirada. En los altos de Valdivia, a las seis de la tarde, arribaron las tropas de refuerzo de Canterac que faltaban. Con las fuerzas reunidas, Canterac asumió el mando en jefe, en tanto que el coronel García Camba se hizo cargo interinamente del estado mayor, organizando las tropas realistas en dos divisiones, una al mando de Valdés, y la otra al mando del brigadier Juan Antonio Monet, arribado en el día.

Mientras tanto, el ejército patriota, en las inmediaciones de Samegua, pasó revista al ejército, encontrando 1700 soldados y 400 caballos; cada soldado disponía de ocho cartuchos por cabeza. Lejos de retirarse de inmediato, Alvarado permaneció inactivo en Moquegua, dando tiempo a la alimentación de la tropa, que no había comido desde antes de la acción de Torata.

Y así, amaneció el martes 21 de enero de 1823, cuando las avanzadas patriotas divisaron a las columnas realistas. Comprendiendo que era imposible retirarse dada la proximidad del adversario, Alvarado decidió mover sus fuerzas para ocupar los altos del Chenchén. Su izquierda, con los batallones N.° 4 y N.° 5 de Chile y tres cañones, se apoyó en el cementerio, pudiendo batir el principal sendero que cruzaba el río; su derecha, con el Regimiento del Río de la Plata, se extendía hacia Samegua; en el centro, se colocó la Legión Peruana con el batallón N.° 11 como reserva. Sin embargo, como Miller apuntó, "Los patriotas tenían la ventaja de la posición y quizás no eran inferiores en número; pero se habían originado desgraciadamente disensiones entre los jefes: los soldados estaban desalentados, la insubordinación se percibía en todas las clases y una derrota completa fue la consecuencia". Si en Torata, Valdés por sí solo había derrotado al adversario, ahora en Moquegua, con los refuerzos de Canterac y con el ánimo patriota bajo, el resultado de la batalla solo podía ser uno.

Plano de la batalla de Moquegua, el 21 de enero de 1823.
(
publicado en la Historia del Perú independiente de Paz Soldán)

El campo de batalla era una llanura árida de pronunciada pendiente, dividida por el rio Tumilaca, formando dos campos simétricos separados por los escarpados ribazos del río. El sector norte era la llamada pampa de Tombolombo, y en el sector sur se encontraba el pueblo de Samegua a 4 kilómetros al este de Moquegua; entre ambas poblaciones se hallaba el cementerio. Algunas colinas pedregosas se encontraban en este sector, orientadas de este a oeste, prolongadas hasta Moquegua, tomando el nombre de cerros de Chenchén. Para pasar de un lado al otro, era necesario cruzar el lecho pedregoso del río, cruzando senderos tortuosos y empinados; el cauce del río era escaso, por lo que se podía vadear en cualquier momento.

A las diez de la mañana, los realistas se detuvieron a tiro de cañón del ala derecha patriota. Canterac y Valdés reconocieron detenidamente la posición de Alvarado, y acordando la forma de atacarla. Por el flanco izquierdo patriota, los jefes realistas apreciaron que sería difícil el ataque debido a la buena posición defensiva que ofrecían las tapias de las huertas y viñedos cercanos a Moquegua. Un camino de herradura conducía casi al centro de la línea de Alvarado, hallándose cubierto por la artillería patriota. Sin embargo, el flanco derecho patriota ofrecía una posibilidad: existía una árida altura que fue descuidada por el general, lo cual no dejó de ser notado por los realistas. Entonces, Canterac ordenó a Valdés que avanzase por la izquierda, cruzando el río y a cubierto tomase esas alturas. Para cubrir su avance, Canterac y Monet dirigirían el resto de las fuerzas realistas, formadas en dos columnas paralelas, hacia el centro patriota. Caminaban lentamente para dar tiempo a Valdés, recibiendo el fuego de la artillería patriota, aunque sin graves daños.

El audaz Valdés movió a los batallones de Gerona y del Centro, junto al escuadrón de los Dragones de la Unión, a la izquierda realista, cruzó a cubierto el barranco y se apoderó de las alturas, flanqueando a los patriotas. Al notar la presencia de los realistas en su flanco, Alvarado adelantó una guerrilla del Regimiento del Río de la Plata, sostenida por un batallón para frenarlos. Fue inútil: el arrojado Espartero, con un brazo en cabestrillo por las heridas de Torata, inspiró a sus hombres para arrollar cuanto se puso en su camino. Para sacar ventaja de ese momento, con el respaldo de cuatro cañones, Canterac ordenó un asalto frontal, y los batallones Burgos (al mando del coronel Juan Antonio Pardo) y Cantabria (al mando del teniente coronel Antonio Tur) encabezaron el ataque, en tanto que el primer escuadrón de los Granaderos de la Guardia cargó por el camino de herradura. Los patriotas hicieron fuego con los fusiles y cañones, causando serios daños al usar metralla, sucumbiendo la mitad de los Granaderos de la Guardia, con su comandante Manuel Fernández a la cabeza.

Al mediodía, la lucha se libraba encarnizadamente cuerpo a cuerpo: oficiales y soldados apelaban al arma blanca, y ambos lados luchaban con la desesperación de saber que se jugaban el todo por el todo. Una vez más, a Valdés le mataron el caballo en el fragor del combate, y se veía a Ameller y a Espartero (notorio con su vendaje) animando a sus hombres en lo más recio de la lucha. Y no sólo se batían las fuerzas regulares: Tomás Dávila recordaría que el pueblo moqueguano, “indisciplinada y entusiasta muchedumbre [...] también tuvo una parte principal, pues que si algún jinete o artillero caía, en el acto le sustituía un paisano; si quedaba muerto o herido algún soldado le arrebataba otro paisano el fusil para utilizarlo contra el enemigo: nunca se acabaría este rápido bosquejo si en detalle se refiriesen todas las heroicas proezas, todo el denuedo y valentía que manifestaron en aquella infausta jornada los patriotas Moqueguanos”.

Plano de la batalla de Moquegua, librada el 21 de enero de 1823.
(publicado en la Historia Militar del Perú del general Dellepiane)

Hacia la una de la tarde, atacadas por todas partes, las fuerzas patriotas cedieron el campo y se dispersaron. Dejaban la posición, los tres cañones, cantidad de pertrechos y material bélico. Las fuentes difieren en cuanto a la cantidad de bajas, oscilando entre 600 y 900, sin contar la cantidad de prisioneros.

La retirada hacia Ilo pronto se tornó en una desbandada. Con su caballería, Canterac se lanzó a la persecución de los patriotas que se retiraban por el camino de La Rinconada hacia Ilo, hasta que le encargó a Valdés la persecución, y éste, maltrecho de las heridas de las dos batallas, adelantó a los Cazadores montados con su nuevo jefe, comandante Francisco Solé.

Ciertas fuentes sostienen que al iniciar la batalla de Moquegua, Alvarado ordenó cargar a los Granaderos a Caballo, pero estos, al igual que en Locumba, rehusaron hacerlo. No obstante, se redimieron al cubrir la retirada en heroicas cargas que mermaron su fuerza. En esos momentos, por haber sido el coronel Necochea herido en Torata, el mando de los jinetes estaba a cargo del teniente coronel Juan Lavalle, recordado por su heroísmo en Riobamba y Pichincha. Ricardo Palma recordaría en las Tradiciones Peruanas, que en un momento, el teniente coronel Lavalle vacilaba en lanzar una carga más con sus fatigados jinetes, cuando el granadero Serafín Melvares exclamó: "¡Un Necochea aquí!", a lo que un irritado Lavalle, considerando en duda su célebre arrojo, contestó exaltado: "Lo mismo sabe morir un Lavalle que un Necochea. ¡A la carga, granaderos!"Después de esta carga (en la que cayó el soldado Melvares), el ejército realista cesó en la persecución de los patriotas. 

Retrato del general Juan Lavalle, de destacada actuación en las batallas de Cerro de Pasco, Riobamba y Pichincha, existente en la sede del Instituto Sanmartiniano del Perú. Tras regresar a Buenos Aires, Lavalle intervino de forma polémica en las guerras civiles que asolaron las Provincias Unidas.
(fotografía del autor, 2019)

Para Bulnes, en base a las memorias de Miller y a las cartas de contemporáneos de los sucesos, “La causa principal de la derrota fué la situacion interna del ejército, porque, si bien los patriotas tenian inferioridad numérica i estaban desmoralizados por el rechazo de Torata, la opinion jeneral de los contemporáneos fué que el desastre de Moquegua se produjo, principalmente, por las hostilidades latentes de las nacionalidades que componian el ejército unido. Influidos por los celos, los soldados de un pais no miraban de mal grado los apuros que sufrian los de otra bandera, i esa rivalidad fué tan lejos que se pronunció hasta en el campo de batalla”. De hecho, el comportamiento del Regimiento del Río de la Plata fue objeto de críticas por parte de los contemporáneos. Pero las mayores críticas fueron hacia el mando patriota.

El general Dellepiane criticó a Alvarado, afirmando que los patriotas no tuvieron plan alguno en Moquegua, limitándose a retardar los movimientos del adversario. El secreto de las victorias realistas, añadió el historiador militar peruano, se debió al vigor empleado por sus jefes en la ejecución de las operaciones y su decisión de doblegar la voluntad del rival. “Imaginándose a Espartero con el brazo roto y atado desde Torata, decidir la acción con su valor; representándose a Valdez con once heridas y una cadera fuertemente contusa, que lo iba a obligar a hacer un largo mes de cama, conduciendo sus tropas al fuego; recordando al General en Jefe en la línea de fuego y a la cabeza de la persecución que entabla la caballería, arma a la que pertenecía, es cómo se comprenden los éxitos de las tropas del Rey que, por otra parte, y jamás debemos olvidarlo, eran peruanos en abrumadora mayoría”.

Alvarado y otros jefes marcharon hacia Ilo, donde lograron reunir casi un millar de dispersos, y de inmediato, abordaron los navíos anclados en el puerto. El 22 de enero, arribaron a La Rinconada, el batallón Partidarios (coronel Somocurcio) y el primer batallón del Primer Regimiento (coronel Ramírez), procedentes de Arequipa, lamentando no haber llegado a tiempo de participar en las batallas. Ese mismo día, Valdés se trasladó a Ilo, a fin de impedir el reembarco de los dispersos; ya era tarde, así que remitió un parlamentario proponiendo el canje de dos oficiales prisioneros: sólo uno pudo ser canjeado, pues el otro había sido enviado a Lima. Valdés volvió a Moquegua, dejando a Somocurcio con la tarea de detener a los dispersos que pudieran llegar a Ilo. Mientras tanto, las felicitaciones de los ayuntamientos realistas (Locumba, Tacna, Arequipa) empezaron a llegar al campamento de Canterac.

“El resultado de tan brillante victoria, Escmo. Sr. ha sido quedar en nuestro poder tres piezas de artillería, unicas que ecsistian el 21, cantidad de municiones, todas las cajas de guerra, una bandera la sola que se halló en la accion y era la jeneral del ejército, porcion de carabinas, sables, lanzas, y caballerías, sobre tres mil fusiles, el campo sembrado de cadáveres; se han recogido como mil prisioneros y muchos heridos, inclusos en los primeros unos sesenta oficiales; y és tal su perdida que por todas las direcciones de las quebradas de la sierra y arenales se van encontrando dispersos desarmados”, decía Canterac en el parte elevado al virrey La Serna el 22 de enero, añadiendo: “Y por ultimo destruida completamente la espedicion que tanto decantaban los enemigos con el impropio, pero pomposo nombre de ejército Libertador del Sur en la que fundaban los siniestros designios de apoderarse de las provincias del alto Perú y sepultarlas en las mismas miserias y estado deplorable que esperimentan los pueblos que aun gimen bajo el tiránico yugo de una horda de parricidas del suelo en que nacieron, y del cual los soldados nacionales bien pronto los harán desaparecer, logrando ver coronados su trabajos y fatigas con volver al Perú la paz y la tranquilidad”. Pero mientras el mariscal de campo escribía su informe, se escuchaban ruidos nada pacíficos en las calles de Moquegua: la victoria, la última que el Ejército Real alcanzaría en suelo peruano, se vio empañada por el saqueo al que se sometió a la ciudad.

El mismo 19 de enero que se libró la batalla de Torata, la Junta Gubernativa en Lima había promulgado una ley, que tomando en cuenta que la villa de Moquegua “proclamó espontáneamente su independencia, luego que en el año de 1814 se le presentó oportunidad, y que muchos de sus nobles hijos han dado apreciables testimonios de su valor y constancia en la defensa de las libertades del Perú”, le concedía el título de ciudad. Pero consumado el desastre de las fuerzas patriotas, la furia realista cayó sobre la flamante ciudad.

Ley del 19 de enero de 1823, que concedió a la villa de Moquegua el título de ciudad.
(Archivo Digital de la Legislación Peruana)

El testigo Tomás Dávila escribiría en 1853, que los realistas, irritados por el apoyo que la población dio al ejército de Alvarado, ordenaron un saqueo general; Dávila afirmó que Valdés ordenó inicialmente tocar degüello (lo que se hace difícil de creer dados los antecedentes del brigadier), y que Canterac cambió la orden por la de saqueo general.

En todo caso, Moquegua vivió las escenas que se suelen asociar a un saqueo por un ejército victorioso: vecinos en fuga, soldadesca desatada (y ebrios algunos, merced a los célebres vinos moqueguanos), refugiados en los templos, hogares desvalijados, bienes y muebles desperdigados por las calles. Un memorial de la Municipalidad de Moquegua en 1824, rememoraría aquellos momentos: “Representásenos aun, la imagen de aquel triste día: el furor y rabia de aquella gente cebada en la sangre de este miserable Pueblo: el terror de las matronas: la huida de los Jóvenes, los denuestos, y afrentas de las Vírgenes, los hinchados, y pestilentes cadáveres en las calles, sin permitirse sepultarlos... Tiembla el corazón con la memoria de estrago tan miserable, mayormente cuando no paran en esto los daños”. Según Dávila, los realistas impusieron luego a los vecinos pudientes el pago de 50 mil pesos para las necesidades del ejército.

Ley del 6 de junio de 1828, que dio a la ciudad de Moquegua el título de benemérita a la Patria.
(Archivo Digital de la Legislación Peruana)

Por esos sacrificios, años después, por Ley del 6 de junio de 1828, atendiendo a los “servicios muy distinguidos á la causa de la independencia” y que “por ellos ha sufrido las mayores hostiidades, y perjuicios de los enemigos que saquearon la misma capital, reduciéndola á un estado deplorable, que la ha hecho digna de la consideracion de los Representantes de la Nacion”, se concedió a la ciudad de Moquegua el título de Benemérita a la Patria, y al pueblo de Torata se elevó al rango de villa.

Mientras tanto, el 25 de enero, a bordo de la goleta Macedonia, el derrotado general Alvarado redactaba el parte al gobierno de la derrota sufrida. Intentando disimular el verdadero alcance del desastre, sostuvo que para alimentar al ejército y evitar el clima malsano de Arica ordenó el avance a Moquegua, donde Valdés había acumulado "todos los viveres y recursos que habia separado de la costa"; que tuvo que desembarcar víveres de la escuadra; que Valdés se plantó en los altos de Torata, que "trató de hacer una vigorosa resistencia, y fué desalojado sucesivamente de tres posiciones”, que cuando sus fuerzas pusieron al “General Valdés en derrota, llega con su ejército el General Canterac, y emprende un segundo ataque sobre nuestras columnas que […] tubieron que retirarse […] hasta Moquegua”, que el 21 “el enemigo me obligó a un nuevo combate”, que fue “obligado a seguir mi retirada aunque desordenada, por lo que se ha sentido alguna perdida, y mas que todo la moralidad de la tropa”, que los generales Martínez y Pinto pasaron a reorganizar la fuerza en Pisco, mientras él se dirigiría “al sud a dar un impulso a las operaciones si las circunstancias lo permitiesen”.

Busto del general Rudecindo Alvarado en el Instituto Sanmartiniano del Perú.
(fotografía del autor, 2019)

Consumado el triunfo, los realistas regresaron a sus posiciones en las alturas. El 26, un maltrecho Valdés se trasladó a Arequipa; debió reposar casi un mes para curar completamente. El 27 de enero, el Cantabria y el Burgos marcharon hacia Puno, y dos días después, Canterac los siguió con los tres escuadrones de Dragones de la Unión, para luego marchar a Jauja para retomar el mando de ese sector. Los dos escuadrones de Granaderos de la Guardia y dos piezas de artillería marcharon a Arequipa. Como era usual en las guerras independentistas, los cuerpos realistas se distribuyeron entre sí los prisioneros, “y los de color negro fueron destinados al Batallón Arequipa, que se componía de naturales y originarios de África” (García Camba).

La Serna, enterado de los hechos, ascendió a Canterac a teniente general, y a Valdés a mariscal de campo. Además, declaró la efectividad a los jefes y oficiales graduados, concediendo gracias proporcionales a los subalternos. García Camba apuntó que “el merecido ascenso de Valdés y Canterac excitó zelos sensibles, de los que supieron sacar gran partido los enemigos embozados de la España”, y con exageración sobre la capacidad de las fuerzas realistas, añadió que “Sin la negra discordia que dividió muy pronto á los esforzados defensores del Perú es bien probable que las armas españolas continuaran triunfando de toda la formidable coalicion que los poderes independientes de Buenos-Aires, Chile, Colombia y el Perú formaron para vencerlas”.

El desastre final de Iquique.

Por su parte, Alvarado se trasladó a Iquique para recoger las fuerzas chilenas que había dejado allí. No sabía que el general realista Olañeta había ocupado los valles de Lluta, Azapa y Tarapacá, y sus fuerzas habían expulsado a las fuerzas patriotas, ocupando Iquique. Una vez en Iquique, Alvarado creyó que los realistas habían abandonado la zona y ordenó desembarcar para tomar víveres y recabar información. Ignoraba que en Pozo Almonte, cerca del puerto, se hallaban fuerzas realistas del segundo Regimiento de Fernando VII y el batallón Chichas, al mando del coronel José María Valdez, más conocido como Barbarucho, que había encabezado en 1821, el ataque a la ciudad de Salta en que fuera mortalmente herido el general Martín Miguel de Güemes.

En la madrugada del 13 de febrero, los realistas ocuparon nuevamente Iquique, y cuando a las ocho de la mañana, un bote de la Macedonia intentó desembarcar, sus ocupantes se enteraron que los realistas estaban listos para emboscarles. Alvarado, creyendo que era una fuerza menor, ordenó desembarcar una compañía de la Legión Peruana y otra del batallón N.° 2 de Chile; cada compañía sumaba 80 hombres. Al mando de la Legión Peruana, marchaba el teniente coronel Pedro de La Rosa y los sargentos mayores Manuel Taramona y José Méndez Llano. Dirigía la operación el coronel chileno Francisco Bermúdez.

Pero ya en Iquique, los patriotas se dieron cuenta de que eran superados ampliamente por los realistas, y fueron empujados, palmo a palmo, hacia el mar. Los que no murieron, intentaron llegar a las lanchas para reembarcarse, pero se habían alejado ante la fusilería que se les hacía desde la playa. Desesperados, muchos optaron por arrojarse al mar intentando alcanzar a nado las lanchas salvadoras.

Decreto del 29 de agosto de 1823 en honor a La Rosa y Taramona.
(publicado en El álbum de Ayacucho, 1862)

Fue en ese momento, que el teniente coronel La Rosa y su entrañable amigo, el mayor Taramona, decidieron intentar llegar a nado a los navíos patriotas. Antes la muerte que la rendición, habría sido su idea. A nado, ambos amigos se alejaban de la orilla, pero la distancia que les separaba de los buques patriotas era considerable. Los realistas, abordaron embarcaciones menores, desde las que les arrojaban cuerdas para poderlos salvar. Pero ambos jóvenes rehusaron, contestando que no deseaban la vida de las manos que esclavizaban a su Patria. Y ante la angustia de los patriotas y el estupor de los realistas, ambos jóvenes oficiales sucumbieron. Algunos piadosos vecinos de Iquique encontraron sus cadáveres, arrojados por el océano, y con el respeto de las autoridades realistas, los enterraron en la misma tumba.

Decreto del 13 de febrero de 1867 honrando la memoria de La Rosa y Taramona.
(Diario Oficial El Peruano, edición del 15 de febrero de 1867)

“Su memoria se conservará eternamente rodeada de la admiracion, del respeto y de la gratitud”, diría Felipe Pardo y Aliaga. Por decreto de 29 de agosto de 1823, se dispuso que La Rosa y Taramona pasasen revista mensualmente como presentes en la Legión Peruana. En 1853, el Congreso dispuso que sus restos se trasladasen a Lima, y se colocasen en un mausoleo, norma que no llegó a cumplirse. Por ello, en 1867, la dictadura de Prado dio un decreto ordenando el traslado de sus restos, lo que se retrasó por temas políticos; incluso en el Congreso de 1868 se debatió sobre los detalles del mausoleo encargado al italiano Ulderico Tenderini. El gobierno del general Diez Canseco, por decreto del 9 de julio de 1868, estableció los criterios técnicos y financieros del mausoleo, que fue completado en los meses siguientes. Los restos de La Rosa y Taramona fueron exhumados y trasladados a Lima, siendo inhumados en el Cementerio Presbítero Maestro, cerca de la cuarta puerta.

Tumba de los héroes La Rosa y Taramona.
(publicada en la Revista Mundial, edición del 3 de noviembre de 1922)

En noviembre de 1922, un articulista de la revista Mundial decía con tristeza, al visitar la tumba de La Rosa y Taramona: “La gratitud nacional, elevó a los dos heroicos oficiales esta capilla; pero precisa convenir en que esa gratitud no fué muy grande ni ha sido muy durable, por que hoy, el curioso que suba los dos peldaños del pequeño templete sólo encontrará indicios certeros de abandono y olvido en el interior de él. Las inscripciones se han borrado, el altar interior ya no tiene flores. Los héroes duermen a la sombra del pasado; pero ya nadie los recuerda”. La constante mala memoria peruana no es cosa reciente.

Artículo en la Gaceta del Gobierno del 16 de abril de 1823, en honor a los oficiales peruanos Pedro La Rosa y Manuel Taramona, caídos en la campaña del sur.

Mientras reembarcaban los sobrevivientes, arribó a Iquique el general Olañeta. Bajo el pretexto de hacer llegar auxilios pecuniarios a sus prisioneros y recomendarlos a la humanidad del vencedor, Alvarado invitó a una conferencia a Olañeta, que le manifestó que estaba muy lejos de entregar sus prisioneros a una autoridad ilegítima creada por una rebelión de jefes liberales (refiriéndose al motín de Aznapuquio contra el virrey Pezuela), y en un momento de exaltación, Olañeta los calificó de “traidores liberales”, manifestando su resolución de separarse del virrey La Serna y limitarse a defender el Alto Perú en el nombre del monarca absoluto Fernando VII. La división que se vivía en la Península entre absolutistas y liberales, se manifestaba también en el Perú, y sería una noticia de gran interés en los siguientes meses.

Sin embargo, ello servía de poco consuelo para los muertos y prisioneros en esta campaña. Tras la entrevista, Alvarado y los cuatro barcos que le quedaban, zarparon hacia Lima. "¿Qué quedaba de aquellos soldados ufanos que salieron en octubre del Callao, i que el Perú miraba como los defensores de su independencia i los guardianes de su nacionalidad? No otra cosa que el recuerdo de sus desgracias, la esperiencia de sus errores, i la gloria de sus contrarios" (Bulnes).

A manera de colofón.

Entre los soldados que lucharon en Torata y Moquegua, y que alcanzaron notoriedad en los años republicanos, destacan tres tenientes: el moqueguano Domingo Nieto y los limeños Felipe Santiago Salaverry y Manuel de Mendiburu; los dos primeros llegaron a desempeñar la jefatura del Estado peruano, mientras que el tercero ocuparía altos cargos y dejaría una importante obra historiográfica. Otro veterano que combatió en la Legión Peruana fue el teniente lambayecano José María Lastres y Martínez de Tejada, que llegaría a coronel, y cuyos restos descansan en el Panteón de los Próceres. Otro joven oficial fue Juan Crisóstomo Torrico, quien con el batallón N.° 2 de Chile, actuaría en la zona de Iquique en aquella desafortunada expedición.

El coronel José Noriega participó en las campañas de Puertos Intermedios. En 1847 era coronel y subprefecto de Lambayeque.
(archivo del autor)

El profesor Peralta, en una obra de novísima aparición, destaca los aportes del recientemente fallecido historiador tacneño Luis Cavagnaro, que permitió rescatar del olvido a otros combatientes de la desafortunada expedición de Alvarado: "Uno de ellos es el tacneño Francisco Deustua Pomareda, que quedó herido y prisionero, así también José Isidoro Alcedo, padre del autor del himno nacional, el músico Bernardo Alcedo. Del mismo modo, en un periódico de Lima, Cavagnaro halló una nómina de sobrevivientes de las batallas. Por la Legión Peruana recopiló los nombres de los capitanes José María Prieto y José Allende, el teniente Narciso Tudela Pinto, y los subtenientes Manuel Velásquez y Gabriel Ruiz. En el regimiento Río de la Plata anotó a los tenientes segundos Mariano Vivero y Estanislao Correa y Garay, el subteniente Manuel Taramona (al parecer, no sería el mismo de la Legión Peruana) y al cadete José Manuel Tineo. Finalmente, por el cuarto regimiento de Chile, rescató a los subtenientes José Noriega, Ignacio Morote y Ángel María Boza".

Entre los nombres mencionados, destacaríamos a José Allende (quien llegaría a general, ocupando la presidencia del Consejo de Ministros en los gobiernos de Pezet y Balta), José Noriega (que sería subprefecto de Lambayeque bajo el primer gobierno de Castilla) e Ignacio Morote (que sería subprefecto de Chiclayo durante el Directorio de Vivanco, siendo enjuiciado por temas administrativos). Por otro lado, y sin ánimo de entrar en polémicas, en otras versiones, encontramos que el Alcedo que participó en Torata fue el compositor del Himno Nacional, del que se sabe que formó en el batallón N.° 4 de Chile, con el que partió al país del sur en donde ejercería funciones musicales en el ejército chileno y en la Catedral de Santiago, hasta su retorno al Perú en 1864. 

El profesor Peralta destacó la cantidad de bajas en ambas batallas. "El desastre fue de tal envergadura que solamente en Torata o en Moquegua murieron tantos patriotas como en Junín y Ayacucho, conjuntamente. En realidad, durante las batallas del 19 y 21 de enero de 1823 se perdieron más efectivos a favor de la independencia que en cualquier otra campaña realizada en el Perú durante el periodo subversivo comprendido entre la proclamación de la independencia y la capitulación de Ayacucho".

Si el viaje desde el Callao hasta Iquique y Arica había sido accidentado, el tornaviaje no dejó de serlo. Los barcos que viajaron desde Iquique no tuvieron contratiempos, pero los que zarparon desde Ilo sufrieron contratiempos. El 30 de enero, la fragata Trujillana, que conducía 300 hombres, entre los que se encontraba el valiente Lavalle y sus granaderos, se estrelló contra la costa, a 12 leguas (58 kilómetros) de Pisco. Los náufragos llegaron a tierra e intentaron buscar el camino a Pisco, sin éxito. Acosados por la sed, quemados por el sol veraniego, peleando entre sí por conseguir un poco de agua cavando al pie de las pocas palmeras que pudieron ver en el desierto, los náufragos pasaron treinta y seis horas hasta ser rescatados por la caballería patriota. "Muchos infelices expiraron antes de poder ser atendidos, y cerca de cien cadáveres insepultos esparcidos por la lúgubre mansión del desierto marcarán por siglos el camino que llevaron y perpetuarán el recuerdo de sus padecimientos", recordaría Miller. Otro transporte, el Dardo, que trasportaba al batallón N.° 5 de Chile, también naufragó, aunque no hubo muertos como consecuencia del siniestro. Ello hizo que Martínez abandonase el plan de marchar a Pisco, y se dirigiese directamente a Lima.

¿Y qué pasó con el Ejército del Centro? Arenales había insistido en la organización y apresto de sus fuerzas, conocedor de su importancia para el éxito de la expedición de Alvarado, pero entre la falta de apoyo de la división colombiana y la desatención del Congreso hicieron fallar sus empeños. Ya sabemos que la división colombiana terminó por causar al erario peruano gastos entre la manutención y el flete de los barcos para devolverlos a su país. El Congreso, por su lado, tenía otros intereses en lugar de la pronta terminación de la guerra. El 18 de enero, desde Lurín, Arenales y un grupo de oficiales firmaron un oficio al Congreso, en el cual, dentro de la debida subordinación, insistieron en que no era posible que, hallándose el Estado en peligro, se limitasen al rol de espectadores; propuso dirigirse a Pisco por mar, y desde allí, eliminado a la guarnición realista en Ica, se podría cortar o flanquear las fuerzas que Canterac dejó en Jauja. Ya existían fuerzas operando en Cañete y Chincha, con oficiales tan capaces como Brandsen y Raulet, acosando a las fuerzas de Rodil, y podrían colaborar con el proyecto de Arenales. “Con estos déviles elementos, sin acabarse de llenar las bajas resolví mi embarque, y una marcha cuyo triunfo consistía mas bien en la celeridad, que en la importancia de la fuerza, cuando en estas mismas circunstancias llega la funesta novedad de la derrota de Moquegua, y aparecen los tristes restos que se salvaron, y á su cabeza el brigadier D. Enrique Martinez”, escribiría Arenales meses después.

El 5 de febrero de 1823, la Gaceta del Gobierno publicó el parte que Alvarado escribió el 25 de enero. Mitre apuntaría: "Las derrotas de Torata y Moquegua produjeron más irritación que desaliento en el pueblo. El triunfo definitivo de la independencia, era un hecho que estaba en la conciencia de los peruanos. La opinión hizo responsable al gobierno del mal éxito de la campaña. El ejército de Lima, situado en Miraflores, se puso en verdadero estado de insurrección contra el congreso, y especialmente contra el triunvirato, movido por el partido de Riva Agüero". Se avecinaba el primer golpe de estado del Perú republicano.

FUENTES CONSULTADAS.

  • Albi de la Cuesta, Julio (2019). El Ejército español en las guerras de Emancipación de América. Madrid: Desperta Ferro Ediciones.
  • Basadre Grohmann, Jorge (2005). Historia de la República del Perú 1822-1933 (tomo 1). Lima: Editora El Comercio.
  • Bulnes, Gonzalo (1897). Últimas campañas de la independencia del Perú (1822-1826). Santiago de Chile: Imprenta y Encuadernadora Barcelona.
  • Colección Documental de la Independencia del Perú (1973-1975). Primer Congreso Constituyente (3 volúmenes). Lima: Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia del Perú.
  • Colección Documental de la Independencia del Perú (1974). Asuntos Militares. Reimpresos de campañas, acciones militares y cuestiones conexas, años 1823-1826 (tomo VI, volumen 9). Lima: Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia del Perú.
  • Comisión Permanente de Historia del Ejército del Perú (1984). El Ejército en la Independencia del Perú (tomo IV, volumen 2).Lima: Imprenta del Ministerio de Guerra.
  • Dellepiane, Carlos (1964). Historia militar del Perú (tomo I). Lima: Ministerio de Guerra.
  • García Camba, Andrés (1846). Memorias para la historia de las armas españolas en el Perú (tomo II). Madrid: Establecimiento Tipográfico de D. Benito Hortelano.
  • Lorente, Sebastián (1876). Historia del Perú desde la proclamación de la independencia. Tomo I. 1821-1827. Lima: Imprenta Calle de Camaná.
  • Herrera, José Hipólito (1862). El álbum de Ayacucho. Coleccion de los principales documentos de la guerra de la independencia del Perú y de los cantos de victoria y poesía relativas a ella. Lima: Tipografía de Aurelio Alfaro.
  • Miller, John (2021). Memorias del general Miller al servicio de la República del Perú (selección). Lima: Ministerio de Cultura del Perú.
  • Mitre, Bartolomé (1890). Historia de San Martín y de la emancipación sud-americana (tomo IV). Buenos Aires: Félix Lajouane Editor.
  • Odriozola, Manuel de (1873). Documentos históricos del Perú (tomo V). Lima: Imprenta del Estado.
  • Palma, Ricardo (1893). Tradiciones Peruanas (tomo II). Barcelona: Montaner y Simón Editores.
  • Palma, Ricardo (1896). Tradiciones Peruanas (tomo IV). Barcelona: Montaner y Simón Editores.
  • Paz Soldán, Mariano Felipe (1870). Historia del Perú independiente: Segundo período, 1822-1827 (tomo I). El Havre: Imprenta de Alfonso Lemale.
  • Peralta Casani, Pedro (2023). Las batallas de Torata y Moquegua. Tacna: Universidad Nacional Jorge Basadre Grohmann.
  • Torrente, Mariano (1830). Historia de la revolución hispano-americana (tomo III). Madrid: Imprenta de Moreno.
  • Vargas, Manuel Nemesio (1906). Historia del Perú independiente (tomo II). Lima: Imprenta de La Abeja.
  • Vargas Ugarte, Rubén (1971). Historia general del Perú (tomo VI). Lima: Editorial Milla Bartres.
Nota del autor: Este texto estaba previsto para ser publicado el 21 de enero, cumpliendo el bicentenario de la batalla de Moquegua; sin embargo, al momento de terminar el presente texto, se nos informó de la publicación, por la Universidad Nacional Jorge Basadre Grohmann, de un libro sobre las batallas de Torata y Moquegua escrito por el historiador tacneño Pedro Peralta Casani. No pudimos resistir a la tentación de leerlo, y hemos modificado nuestro texto inicial en algunos puntos, en especial en lo referente al saqueo de Moquegua y a los hombres que lucharon en aquellos enfrentamientos.

sábado, 7 de enero de 2023

La guerra de Balta

Chiclayo, enero de 1868.


Este 7 de enero se cumplirá, entre la indiferencia oficial y el olvido colectivo, un aniversario del hecho más destacado de la historia de Chiclayo: la victoria frente a las fuerzas del gobierno tras varias semanas de asedio. Este texto fue publicado originalmente en el Semanario "Expresión" en cinco partes entre enero y febrero de 2018; queremos compartirlo (con modificaciones y adiciones) en un aniversario más de los hechos de 1868, hechos que, como veremos, contribuyeron a definir la realidad del departamento de Lambayeque.


Un país en ebullición.

El combate del Callao, el 2 de mayo de 1866.
(revista "Le Monde Illustré", junio de 1866)

En 1866, la guerra con España había puesto de manifiesto la debilidad económica de la Republica, y la urgente necesidad de una reorganización del Estado. La Dictadura encabezada por el coronel Mariano Ignacio Prado, había reunido al célebre Gabinete de los Talentos, cuyo jefe e inspirador, el líder liberal José Gálvez, secretario de Guerra, sucumbió en el combate del Dos de Mayo. Sin la magnética figura de Gálvez, el coronel Prado continuó la tarea reorganizadora, destacando la labor del secretario de Hacienda, Manuel Pardo y del secretario de Relaciones Exteriores, Toribio Pacheco.

Retrato y firma del general Mariano Ignacio Prado.
(grabado inserto en la Galería de retratos de los gobernantes del Perú independiente, 1909)

Retiradas las fuerzas españolas del Pacífico, y habiendo entrado la guerra en un forzoso período de tregua (la paz con España no se firmaría sino hasta 1879), Prado, que ya no tenía ningún motivo para prolongar la Dictadura, convocó un Congreso Constituyente. El ambiente se enrareció debido a las prisiones y destierros de varios opositores al régimen de Prado. Entre los desterrados se contaba al anciano mariscal Ramón Castilla y al coronel José Balta. Varios oficiales navales, como Lizardo Montero y Miguel Grau, fueron enjuiciados por insubordinación y traición a la Patria (¡!) al negarse a acatar las órdenes de un almirante norteamericano, Tucker, contratado por el gobierno para comandar la escuadra aliada peruano-chilena contra las posesiones españolas en las Filipinas.

Instalado el Congreso Constituyente el 13 de febrero de 1867, fue sumamente parecido a la célebre Convención Nacional de 1855. Los liberales radicales, sin su líder Gálvez, aspiraban a lograr culminar sus ideas plasmadas en la derogada Constitución de 1856, tomar una suerte de revancha histórica con su sucesora de 1860. Con ello, continuaban con la manía peruana de vivir haciendo y deshaciendo constituciones (en frase del maestro Manuel Vicente Villarán), creyendo en las virtudes mágicas de las normas constitucionales para corregir las costumbres perniciosas. Ante el Congreso, Prado renunció, para ser elegido inmediatamente Presidente Provisional de la República.

Muerte del mariscal Ramón Castilla en Tiviliche. El nonagenario coronel José Manuel Pereira recordaría en 1920, en una entrevista concedida a Ricardo Vegas García, que el viejo mariscal le comisionó para ganar para la causa al prefecto de Tarapacá, Zapata. "Fracasó la misión. Cuando regresé a Pachica, donde había dejado a Castilla y a los nuestros, encontré a la puerta de la choza que los cobijaba, al general Rivas, con el rostro sombrío. Este me indicó con señas que Castilla estaba muriendo. ¡Calcule usted mi sorpresa y mi emoción! Descendí de mi cabalgadura y avancé. En eso, oi la voz del general, recia y dominante, que decía: “Un vaso de agua”. Corrió el general Rivas a alcanzárselo y le dijo: “General, acaba de llegar el coronel Pereyra. – ¡Que entre, inmediatamente! – dijo Castilla. Entré. El general estaba reclinado en el lecho, vestido y envuelto en su capote. Estaba acabado. – ¿Qué hay? – me dijo. – “¡Ha fracasado la misión, general! “¡Esto se lo ha llevado el diablo!”. El general Rivas y yo, tratamos de disuadirle, haciéndole reflexiones acerca de su estado. “¡Váyanse ustedes al cuerno!” – dijo. “¡Los hombres como yo, mueren a caballo!” Y salió montado, en seguida. Ordenó el general que Rivas hiciera marchar a la tropa, y yo que mandaba una división, eché adelante. De pronto, Castilla picó espuelas y se adelantó. Iba erguido como en sus mejores épocas. Pero, en un momento dado, cerca de la quebrada de “Tibiliche”, vaciló, deteniendo el caballo. Manuel Rivas, hijo del general, que marchaba a su lado, se acercó y lo auxilió. Pero ya era tarde. El mariscal se desplomó violentamente del caballo, arastrando tras de si a Rivas, sobre el cual cayó al suelo, ya cadáver. El general Beingolea, dijo entonces: “ha muerto”. Y yo senti que se acababa un grande hombre…".
(óleo del pintor Aurelio Longaray Dávalos, Museo del Real Felipe)

Desde Chile, el casi septuagenario mariscal Castilla emprendió su última revolución en defensa de la Constitución de 1860. Enfermo y agotado por las marchas forzadas, el 30 de mayo, el viejo tarapaqueño murió en el desierto de Tiviliche. El país se conmovió ante la noticia, la rebelión iniciada quedó ahogada en su cuna, y el Congreso aprobó amplios honores al fallecido, además de una amnistía a sus seguidores.

El Congreso Constituyente seguía su trabajo, en medio de pugnas con el Gobierno, conduciendo a la primera censura de todo un gabinete. El 29 de agosto de 1867 fue promulgada la nueva Constitución, edición más radical que la de 1856. Con la promulgación de la Constitución, el general Prado pasó de Presidente provisional a Presidente constitucional, pero el gobierno estaba desprestigiado.  Aunque los pueblos del Perú juraron la nueva Carta, los enemigos del gobierno juzgaron a la nueva Constitución como impía, antisocial y contraria a la religión. Y en efecto, en Arequipa, estalló la rebelión de una forma tragicómica: varios cientos de señoras devotas protestaron contra la Constitución el mismo día de su jura, el 11 de septiembre, y todo acabó en un combate entre el pueblo y las tropas; el coronel Ginés, prefecto de Arequipa, fue asesinado y las fuerzas gubernamentales se rindieron.

La Constitución de 1867 fue una versión más radical del texto de 1856, buscando acentuar la importancia del Congreso frente al Presidente de la República.

Rebelada la ciudad del Misti contra la Constitución de 1867, proclamó la vigencia del texto de 1860, y a pesar de haber vencido su mandato, se llamó al general retirado Pedro Diez Canseco, cuñado del difunto mariscal Castilla y segundo vicepresidente del gobierno del también difunto mariscal San Román, para que asumiese el mando de la República en aras de una restauración de la constitucionalidad.

Retrato y firma del general Pedro Diez Canseco.
(grabado inserto en la Galería de retratos de los gobernantes del Perú independiente, 1909)

Un limeño acogido en el Norte.

Muerto el legendario gran mariscal Castilla y envejecidos los veteranos de Ayacucho, tocaba el turno del recambio generacional a cargo de los vencedores del Dos de Mayo, acción denominada la “segunda independencia”. Dos hombres encarnarían tal generación: Mariano Ignacio Prado y José Balta.

En 1856, Castilla afrontó una sublevación general contra la Constitución liberal de 1856, conservando apenas Lima y Callao: hasta la armada se sublevó; pero palmo a palmo el cazurro tarapaqueño logró reconquistar al país, hasta derrotar la rebelión con el asedio y asalto de Arequipa en 1858, para luego impulsar la moderada reforma constitucional de 1860. Transcurrieron casi diez años. De la escena de los vivos habían desaparecido el ideólogo conservador Bartolomé Herrera, el tribuno liberal José Gálvez y el carismático mariscal Ramón Castilla. Gobernaba un joven coronel, Mariano Ignacio Prado, con los frescos laureles del Dos de Mayo. Con él, los liberales radicales querían su revancha e imponer las reformas que anhelaban. Para ello, promulgaron la Constitución de 1867, pero una vez más, Arequipa se había levantado en contra, encabezada por el ex segundo vicepresidente de San Román y Pezet, general Pedro Diez Canseco. ¿Podría vencer? Nada estaba dicho aún, pero evidentemente Mariano Ignacio Prado, el caudillo huanuqueño, no era Ramón Castilla. Quizá Prado habría podido afrontar el desafío de haber tenido sublevado sólo al sur, ya que a diferencia del difunto mariscal, contaba con la armada, pero como en 1856, el levantamiento se extendió al norte encabezado por el coronel José Balta.

Retrato y firma del coronel José Balta.
(grabado inserto en la edición de las Tradiciones Peruanas de Ricardo Palma, 1896)

Balta era un personaje de bien ganada reputación de valentía. Limeño, nacido en 1814, era uno de los pocos militares verdaderamente profesionales en un país donde los ascensos por favor o por participación momentánea en algún conflicto eran lo usual, ya que estudió en el Colegio Militar fundado por el presidente Gamarra. Había combatido en defensa del presidente Orbegoso en el revés de Huaylacucho, presenciando luego el abrazo de Maquinguayo en 1834. Por el audaz Salaverry, se batió en el puente de Uchumayo y en el alto de Socabaya, siendo apresado y enviado a la sierra boliviana. Logró fugar, y en las acciones de Portada de Guía, Buin y Yungay, demostró tal coraje que ascendió a sargento mayor. Pese a haber combatido con Torrico en la debacle de Agua Santa (1842), y con el Supremo Director Vivanco (su antiguo director en el Colegio Militar) en la derrota de Carmen Alto (1844), logró ascender en el escalafón durante el apaciguamiento castillista, llegando a coronel. Pero el mantenerse fiel a la legalidad con el gobierno impopular de Echenique, dirigiendo el batallón Yungay en la cruenta batalla de la Palma, le costó ser dado de baja en 1855.

Cansado de los vaivenes de la política, Balta decidió dirigirse hacia el Norte, buscando como un romano antiguo, dejar la espada para consagrarse al arado. Así, empezó como agricultor en la hacienda Lurífico en el valle de Pacasmayo, entonces parte de la provincia de Chiclayo. Ahorrando progresivamente, pudo adquirir dicha hacienda, para luego, con los años, revenderla con buenas ganancias al empresario norteamericano Henry Meiggs. Su bonhomía y espíritu justo, pese a sus tremendos arranques de mal humor (que se harían legendarios en la Presidencia), le ganaron una franca popularidad. No se inmiscuyó en el levantamiento de 1856, y en 1861, logró ser rehabilitado y volver al servicio, siendo designado subprefecto de Chiclayo en 1863.

La labor de Balta como subprefecto fue amplia en beneficio del pueblo chiclayano. Se habilitó Pimentel como puerto, aunque sin efectos inmediatos en la economía local. Logró culminar el trabajo iniciado en los tiempos del coronel José Leonardo Ortiz para desviar la acequia que atravesaba el centro de la ciudad. Supo ganarse la simpatía del pueblo, y cuando se unió a la rebelión contra Pezet en 1865, el pueblo chiclayano lo respaldó.

Fugaz ministro de Guerra de Diez Canseco, Balta era una figura de cada vez mayor prestigio. Según Carmen McEvoy, la estricta política fiscal de la dictadura llevó a rechazar los pedidos de Balta para dar a sus milicianos los privilegios del ejército nacional. Preso y exiliado a Chile, cuando estalló la rebelión de Arequipa en septiembre de 1867, Balta se apresuró a retornar al Perú.

La noche del 14 de octubre de 1867, Trujillo se levantó en armas contra el gobierno de Prado; el prefecto coronel José Zavala cayó en la refriega. Al día siguiente, los rebeldes nombraron prefecto al doctor José Vicente Ampuero, vocal de la Corte Superior, y conocedores de la próxima llegada de Balta, lo designaron Jefe Superior Político y Militar del Norte. Ampuero envió mensajes a las provincias del departamento pidiendo su adhesión a la causa. El 19 de octubre, el subprefecto de Lambayeque, Antonio Pastor, respondió que "no solo haré respetar al Gobierno y hacer cumplir la Constitucion, sino que en caso necesario sacrificaré gustoso mi vida y mis intereses en combatir contra los enemigos del órden", e informó ese mismo día a Lima, que "Esta provincia y la inmediata de Chiclayo quedan en el mejor órden á la manera que el Rejimiento acantonado en dicha ciudad por la disposicion de sus jefes y fidelidad de los individuos de tropa". Dicho regimiento era el "Coraceros de la Libertad", a órdenes del coronel José Manuel Bernal.

Plano del departamento de La Libertad, publicado en el Atlas del Perú de L. A. Jouanny (1867).

El gobierno movilizó sus fuerzas, y el 20 de octubre, Prado expidió el nombramiento de prefecto de la Libertad al coronel José Bernardo Goyburu, quien desde Pacasmayo, agradeció el nombramiento en el entendimiento "que solo debe ser temporal, miéntras dure el actual estado de cosas y despues se dignará relevarme". A bordo de la corbeta "América", el gobierno envió tropas leales, cuyo desembarco en Pacasmayo, Goyburu demoró hasta que las fuerzas de Bernal marchasen a Malabrigo, marcha que no llegaría a ocurrir, ya que la situación en las provincias de Chiclayo y Lambayeque se complicó.

Sucedió que un grupo de chiclayanos se pronunciaron en contra de Prado y a favor de Balta, proclamando a Chiclayo Provincia Litoral, y en número de 200, con el respaldo de motupanos y ferreñafanos, marcharon a Lambayeque y la ocuparon en la madrugada del sábado 23 de noviembre de 1867. Sin embargo, el coronel Bernal y sus fuerzas patrullaban los alrededores de la ciudad, y enterados de la presencia de los facciosos, a las ocho de la mañana, "por diferentes direcciones mandé atacar sobre sus parapetos de la plaza, donde en cinco minutos fueron dispersados por todas direcciones y perseguidos hasta su completa destruccion", mientras que el subprefecto de Lambayeque, Antonio Pastor, al frente de una pequeña fuerza, hostigaba a los rebeldes desde la zona norte de la ciudad. El subprefecto de Chiclayo, J. C. Baca, informó al gobierno: "Hoy han sido batidas y completamente derrotadas en la ciudad de Lambayeque, las fuerzas revolucionarias que se habian levantado en esta, desde el 17 del corriente al mando del titulado coronel D. Marcos Barrantes, por un escuadron del regimiento “Coraceros de la Libertad” á órdenes de su primer Jefe Sr. Coronel D. José Manuel Bernal, quedando en poder de éste los prisioneros y armas que se han tomado á los facciosos". A su vez, el coronel Bernal afirmó: "Sin haber pasado por el dolor de lamentar desgracias, pues oficiales y tropa, generosos con los rendidos, no han sufrido atropellamientos; excepto el cabecilla de los Motupanos, Anselmo Prado, que con revolver en mano se resistia y ha sido levemente herido, y muerto su caballo: quedan pues, Sr. Coronel Prefecto, estas provincias libres de la plaga de conspiradores, lo que tengo el honor de comunicar por su órgano para que llegue al del Supremo Gobierno; á quien por el vapor de mañana comunicaré el buen éxito de mi comision". Incluso, el periódico lambayecano La Estrella del Norte publicó el 1.° de diciembre, un verso anónimo burlándose del movimiento chiclayano: "Chiclayo se ha pronunciado / en Provincia Litoral / y a Canseco ha proclamado / como a jefe de Estado / ahora sí que estamos mal". Los hechos demostrarían que era errónea la seguridad del elemento pradista.

Mientras tanto, Balta había arribado a Trujillo el 22 de octubre, y acosado por las fuerzas enviadas por el prefecto Goyburu, se replegó hacia Otuzco, en la sierra liberteña. La noche del 1° de noviembre, Balta y sus fuerzas abandonaron Otuzco, que fue ocupada al día siguiente por las tropas gobiernistas al mando del comandante Benigno Febres. A la luz de los documentos oficiales, sabemos que Balta se retiró hacia la sierra, realizando varios tiroteos con las fuerzas de Febres; este informó al prefecto que sus tropas ardían en entusiasmo y que confiaban derrotar pronto a "la montonera que capitanea el ciudadano Balta", pero no realizó mayores avances, pues no movilizó sus fuerzas para perseguir a Balta sino cinco días después de su nota al prefecto.

Lo que ignoraba Febres, era que el coronel Balta, reforzado con los montoneros de Luis Herrera, había marchado a Huamachuco (14 de noviembre) y luego a Cajabamba (16 de noviembre). El 21, arribó a las alturas de Cajamarca; desde el cerro Santa Apolonia, solicitó la rendición del prefecto, coronel Miguel Iglesias, invocando el "respeto profundo" que le inspiraba Cajamarca y el deseo de evitar "que en su suelo haga yo sonar el cañón fratricida". Iglesias replicó que "estaba en su derecho para oponer tambien bocas de fuego á las que tenia la Revolucion", y a su vez, intimó rendición a Balta. Balta entonces ordenó el asalto a Cajamarca, y tras cinco horas de lucha, los rebeldes ocuparon la ciudad.

En Cajamarca, Balta lanzó un manifiesto culpando a Prado de haber usurpado el poder el 28 de noviembre de 1865, proclamando la vigencia de la Constitución de 1860. El 27, tras calmar un intento de rebelión por parte de la gendarmería cajamarquina que por poco le costó la vida, el coronel Balta marchó hacia la costa, y tras enterarse de los hechos de Lambayeque, se decidió enrumbar sus fuerzas hacia Chiclayo, pasando por Chepén y Guadalupe; Ricardo Palma, que era secretario general de Balta, recordaría en 1891, que le hastiaba oír cantar en las zamacuecas locales, una copla que le parecía particularmente sosa: "Viva el sol, viva la luna, / viva la flor del picante, / viva la mujer que tiene / a un baltista por amante".

Proclama del coronel José Balta, jefe superior político y militar del Norte, a las fuerzas de su mando, acantonadas en Chiclayo (6 de diciembre de 1867).

El asedio de Chiclayo.

El 6 de diciembre de 1867, Balta ingresó triunfalmente a Chiclayo. Sus fuerzas eran aproximadamente 200 hombres (las fuentes oscilan entre 150 y 300) que se le habían unido en Cajamarca y Otuzco; dos piezas de artillería reforzaban su capacidad ofensiva. Sus fuerzas, pertrechadas con fusiles Minié y Winchester, pronto se cuadruplicaron con voluntarios de Chiclayo, la mayoría armados sólo con puñales. El poeta Carlos Augusto Salaverry, que acompañaba a las fuerzas de Balta, apuntaría: “El aspecto de esta tropa mal vestida, mal armada, cubierta de polvo y con un lamentable equipo de campaña, no era sin duda el aspecto de los vencedores de Otuzco y Cajamarca, sino mas bien se asemejaba al que presentan los deplorables restos de un eiército derrotado. Y no obstante, el pueblo de Chiclayo los acojió con arcos de triunfo, banderas, coronas, aclamaciones entusiastas y todas las demostraciones del mas ardiente entusiasmo. El soldado vivaba al pueblo y el pueblo al soldado, como al sostenedor de sus derechos y cuya sangre debia correr muy pronto con la de los ciudadanos que defendian su hogares”.

Proclama del coronel José Balta, jefe superior político y militar del Norte, a los pueblos de Chiclayo y Lambayeque (6 de diciembre de 1867).

En aquella época, Chiclayo era una ciudad mucho menos grande de lo que es hoy en día. Apenas superaría los contornos de las calles Bolognesi, Luis González, Pedro Ruiz y Sáenz Peña. La Iglesia Matriz y el Colegio San José erguían sus fuertes estructuras en el centro de la ciudad. Y fue en el Colegio donde Balta instaló su cuartel general, a la par que un rudimentario hospital de campaña.  Examinando el mapa de Chiclayo, Balta comprendió que había que preparar la defensa para la inevitable reacción del gobierno: decidió cerrar las bocacalles de las tres calles que recorrían la ciudad de sur a norte, que corresponderían a las actuales calles Siete de Enero, José Balta y Alfredo Lapoint, para así impedir un posible acceso de las tropas gubernistas y tenderles emboscadas con facilidad. Además, fortificó con sacos de arena y adobes el Colegio, la Iglesia Matriz, y varias casas de utilidad estratégica, donde colocó expertos tiradores. Dos puntos destacaban: la trinchera construida en la parte posterior de la iglesia de la Verónica y la casa (llamada pomposamente “fuerte”) de Maradiegue (actual esquina de Siete de Enero e Izaga). Los chiclayanos tendrían que trabajar a toda prisa, puesto que la respuesta del gobierno no se haría esperar.

Vista de las calles de Chiclayo a fines del siglo XIX.
(grabado inserto en la edición de las Tradiciones Peruanas de Ricardo Palma, 1896)

Como era previsible, el gobierno de Prado tuvo que dividir sus fuerzas para derrotar la rebelión en ambos frentes. Como haría en 1879, Prado dejó encargado del mando al general Luis La Puerta, para hacerse cargo de sofocar la rebelión en Arequipa, buscando superar al mariscal Castilla y el asedio de 1858; para ello, proyectó trasladar pesados cañones Blackely para sitiar la ciudad blanca. De la tarea de enfrentar a Balta, se encargaría el ministro de Guerra, coronel Mariano Pío Cornejo.

Cornejo contaba con los batallones de infantería “Pichincha” y “Arequipa”, el regimiento de caballería “Húsares de Junín”, dos brigadas de artillería (es decir, 12 cañones) y dos columnas de celadores, con un total de 1750 soldados y oficiales. Además, el subprefecto de Lambayeque, Antonio Pastor, se le unió con 40 voluntarios. Y una semana después de la entrada triunfal de Balta en Chiclayo, el 13 de diciembre, Cornejo llegó a Reque, y emplazó sus fuerzas en los alrededores de la ciudad. Por órdenes de Cornejo, se ordenó a los propietarios del molino de pilar arroz propiedad del súbdito alemán Alfred Solf, el franqueo de habitaciones para depositar los fondos de la comisaría primero, y luego para hospital de sangre. Ello originó una protesta del señor Solf ante el cónsul de Chile, Gregorio del Castillo, y el cónsul de los Estados Unidos, Santiago C. Montjoy.

Al día siguiente, sábado 14 de diciembre de 1867, al romper el alba, las fuerzas gubernistas avanzaron hacia Chiclayo, y luego de tres horas de intenso tiroteo, acompañado por el fuego de sus cañones, instalados fuera del molino de Solf, fueron rechazados, dejando en el campo 80 muertos. Los baltistas tuvieron 20 bajas. Ante tal resistencia, Cornejo, levemente herido en la cabeza, optó por intentar ablandar a los defensores a través de un intenso bombardeo todo el día 15, a la vez que pedía refuerzos a Lima, antes de un asalto final.

Detalle de una pintura de Ignacio Merino, ilustrando a los soldados del gobierno del general Prado, asediando Arequipa en 1867; se puede notar el uniforme afrancesado de los soldados peruanos (casaca azul y pantalón rojo).
(publicado en la Historia General del Perú de Vargas Ugarte)

El 16 y 17 continuó el bombardeo, causando bajas civiles. El 18, Balta intentó un contraataque fallido, ante lo que el fuego artillero no cesó hasta el 23 de diciembre. El 24, Balta lanzó otro contraataque a las trincheras del Gobierno, sin lograr expulsar a los gubernistas de sus posiciones. Al día siguiente, 25 de diciembre, se trabó una feroz lucha en la trinchera de la Verónica, debiendo replegarse las fuerzas atacantes. Siguieron dos días de tensa calma.

El 27 de diciembre, Cornejo recibió los refuerzos que esperaba: 150 hombres y 5 cañones con abundante munición, con la que reinició el bombardeo, centrado en la trinchera de la Verónica. El 30, luego del bombardeo, tropas del “Pichincha” intentaron asaltar la trinchera de la Verónica por tres horas, siendo rechazados por un ataque a retaguardia de los voluntarios armados con puñales. Un grupo de baltistas, arrebatados ante el éxito, se arrojaron contra las trincheras enemigas, siendo repelidos. El 31 de diciembre, último día de 1867, sólo se escuchó el tronar del cañón. Ambas partes estaban por jugarse el todo por el todo.

El asalto del 7 de enero.

Tras casi un mes de asedio, entre lucha en las trincheras y bombardeos constantes, el coronel Cornejo esperaba una pronta rendición de la plaza; en caso contrario, intentaría emular al legendario mariscal Castilla con el atrevido asalto de Arequipa en 1858.

La experiencia del asedio y asalto de Arequipa por las fuerzas de Castilla entre 1857 y 1858, fascinó tanto al general Prado como al coronel Cornejo frente a Arequipa y Chiclayo, respectivamente. El diario El Comercio apuntaría en su edición del 21 de diciembre de 1867 que “Chiclayo ha venido a hacerle la competencia a Arequipa robándole en un instante la concentrada atención limeña. La forzada resistencia de Canseco se ha echado en olvido ante la atrevida audacia de Balta”.
(Museo Nacional de Arqueología, Antropología e Historia)

El día de Año Nuevo, tras un breve fuego de artillería entre ambas partes, los rebeldes lanzaron un asalto a una de las trincheras gubernamentales, arrebatándoles una bandera, armas y municiones. Tras tres días de esporádicos tiroteos, Cornejo consideró que las posiciones de los rebeldes chiclayanos habían sido debilitadas lo suficiente como para tomar por asalto la ciudad y terminar de una vez por todas con la obstinada resistencia baltista. Para ello, optó por iniciar con un intenso bombardeo el 5 de enero, y enviar sus tropas a ocupar las posiciones de Maradiegue y la Verónica. Balta, adelantándose a las intenciones del ministro de Guerra, ordenó el repliegue de sus fuerzas de dichas posiciones, ocupadas de inmediato por las tropas gubernistas. Era una trampa para estimular a avanzar a las tropas de Cornejo y estirar sus líneas dentro de las calles de Chiclayo, sitio ideal para emboscadas.

El fervor popular hacia la figura del coronel Balta se evidencia en este grabado de una chichería chiclayana en 1887, donde en la pared, se aprecia un retrato del expresidente.
(revista "El Perú Ilustrado", 21 de mayo de 1887)

El 6 de enero, en medio de una tensa calma, apenas se registró un ligero tiroteo. Lejos de lo esperado por Cornejo, los chiclayanos tenían alta su moral. Basta con recordar el relato de Ricardo Palma, sobre los cánticos del pueblo: “De los coroneles / ¿cuál es el mejor? / El coronel Balta / se lleva la flor”. Dentro de la ciudad sitiada, se bailaba “la polca raspada” y “la conga”, brindando con chicha y pisco. Hasta mujeres participaban en la lucha, recordándose las figuras de la “negra Nevado” y la “ñata Fidela”. Algo de la euforia popular se puede entender por el hecho que en los 26 días del asedio, la artillería gubernamental disparó 1342 proyectiles con menos de 20 muertos entre combatientes y población civil. ¿Cómo pudo ser posible la falta de relación entre los proyectiles disparados y el número de muertos? Los daños materiales si fueron altos, teniendo en cuenta las promesas que haría Balta y las quejas de los extranjeros afectados.

Si los sitiados tenían la moral en alta, sucedía lo contrario en el campo de los sitiadores, y más bien, los baltistas devolvían el golpe: la misma noche del 6 de enero, mientras las tropas gubernamentales se sentían satisfechas con la toma del fuerte Maradiegue, se escuchó una tremenda explosión que hizo saltar los techos y derribó las paredes del edificio, matando a la mayor parte de sus ocupantes. Ocurrió que al replegarse los baltistas de Maradiegue, dejaron minado el edificio para hacer explosión en el momento preciso. Repuestas de la conmoción, los soldados del gobierno lucharon ferozmente, cuerpo a cuerpo, con los baltistas, debiendo retirarse ante el mayor número de los atacantes.

Si bien esta escena ilustra la lucha en las calles de Arequipa en 1858, no habría sido distinta la épica defensa chiclayana. El diario El Comercio apuntaría en su edición del 11 de enero de 1868, que las “brillantes cargas de los asaltantes eran rechazadas heroicamente por los chiclayanos: cadáveres cubrían las calles y los techos".
(Museo Nacional de Arqueología, Antropología e Historia)

Cornejo decidió entonces dejar de lado las acciones parciales y jugarse el todo por el todo en un asalto final. Los primeros fuegos iniciaron esa misma noche, a la una de la madrugada del 7 de enero de 1868. Pareció que la resistencia baltista se quebraba puesto que las fuerzas de Cornejo entraron al parque principal desde tres puntos que coincidirían con las actuales esquinas de Colón y Elías Aguirre, con la actual esquina de San José y Balta, y con la actual esquina de Siete de Enero y Elías Aguirre. Tras cuatro horas de lucha, las tropas baltistas cedían terreno, y varios soldados del gobierno, creyendo liquidado el asalto, empezaron a desbandarse para iniciar el saqueo, incendiando parte del Colegio de San José. Peor aún, en la oscuridad de la noche, los asaltantes de un extremo llegaban a tomar por enemigos a los de la esquina opuesta.

Era el momento que Balta esperaba para ordenar un ataque general: las puertas de las casas que ocultaban voluntarios rebeldes se abrieron para dar paso a una incontenible avalancha de hombres (armados de poncho y puñales en su mayoría) contra las tropas gubernamentales que trataron de repelerla en una feroz lucha cuerpo a cuerpo. Era en vano: difícilmente podrían organizarse, dada la ubicación de los parapetos y paredes prolongadas construidas por los defensores. “De repente una Compañía del batallón gobiernista “Arequipa” fraternizó con los defensores, pasándose a Balta y gritando su nombre con gran bulla y tumulto. Desmoralizados los sitiadores no pudieron resistir la carga de los chiclayanos que saliendo a la carrera de sus parapetos sin cuidarse de la metralla, se lanzaron sobre las tropas de Cornejo”, apuntó El Comercio en su edición del 11 de enero de 1868.

Hacia las cinco y media de la mañana de aquel martes 7 de enero de 1868, las tropas sitiadoras se retiraron en completo desorden. Atrás dejaban 110 muertos, 220 heridos, 200 prisioneros, 9 cañones, 800 fusiles y el parque, todo en poder de los baltistas. Los vencedores llegaron al molino de Solf, y frenéticos en el triunfo, incendiaron el local, mientras entonaban nuevas coplas a la conga, recogidas por Palma: “¿Qué dice del gallo / el cocorocó? / Dice viva Balta, / Cornejo corrió”.

En palabras del padre Vargas Ugarte, "la resistencia ofrecida por Chiclayo puede compararse a la ofrecida por Arequipa, y aun en cierto modo llegó a superarla. El sitio había durado 25 días, pero Chiclayo no podía ofrecer al enemigo los sólidos muros de cantería y de piedra berroqueña que abundaba en la ciudad del Misti. Apenas si algunos muros de adobe y otros más débiles aún de quincha. Aunque es verdad que los sitiadores no pasaron del millar, los sitiados no llegaban a la mitad, y, no obstante esta diferencia y el poderío de los cañones, Chiclayo resistió y se impuso al enemigo".

La revista Variedades, en su edición del 5 de junio de 1915, ofrece el retrato de un veterano de los hechos de 1868: “El soldado inválido más antiguo es don Manuel García, que resultó herido el año 1868, siendo soldado del regimiento Chiclayo, en una acción revolucionaria, al lado del coronel Balta”.

El desenlace.

Figúrense la sorpresa del capitán Miguel Grau, comandante del vapor inglés Quito, entonces alejado del servicio, anclado aquella madrugada en el puerto de San José, cuando llegaron las primeras noticias del triunfo baltista en Chiclayo. Don Miguel había calculado, en base a las fuerzas gubernistas, que era una locura la resistencia en Chiclayo; no podemos evitar imaginar al futuro comandante del Huáscar, aquella madrugada, desde el castillo de proa de su barco, contemplando por medio de su catalejo, las lejanas llamaradas y fogonazos de la lucha en Chiclayo, escuchando a la distancia el feroz estruendo de la fusilería y artillería de sitiadores y sitiados. El agente de la Pacific Steam Navigation Company en San José, le informó que en Pacasmayo debía recoger al derrotado coronel Cornejo y a las autoridades pradistas de Trujillo, que partían a Lima a la brevedad, esperando retornar pronto. Pero a la altura de Supe, el Quito se cruzó con el Arica, otro barco de la Pacific, y al habla a través del megáfono, Grau transmitió las urgentes noticias: “¡Cayó Chiclayo! ¡Balta es el nuevo jefe del norte!”. La respuesta fue aún más sorprendente: “¡Prado renunció después de su derrota en Arequipa! ¡Diez Canseco es el nuevo presidente! ¡Todo el país se pronuncia por la causa constitucional!”.

Tienda de campaña utilizada por el general Prado en la campaña del sur.
(Museo del Real Felipe)

Sucedió que mientras Cornejo se afanaba en tomar Chiclayo, todo había cambiado. Cuando lanzó el asalto del 7 de enero, estaba defendiendo una causa ya muerta. Como dijimos anteriormente, el general Prado había marchado hacia Arequipa, mientras que el antiguo segundo vicepresidente, Diez Canseco, esperaba con calma la marcha de los oficialistas. Desde Puno y Moquegua, se surtía de plomo y pólvora para resistir, siguiendo la tradición rebelde de la Ciudad Blanca. El plan del presidente Prado era sitiar Arequipa, mientras desde Islay, marchaba con grandes dificultades un pesado cañón Blackely, de los usados en la defensa del Callao, para triturar las defensas arequipeñas. Es decir, repetir a Castilla, pero usando los últimos adelantos tecnológicos y ahorrar los ocho meses de asedio de 1857-1858. Entre oficialistas y rebeldes, se trabaron feroces combates sin resultados evidentes. Prado contaba con la llegada del cañón Blackely, pero su propia retaguardia era acosada por las partidas de montoneros rebeldes, y se selló su derrota cuando una partida audaz al mando del coronel Andrés Segura, atacó el convoy e inutilizó el cañón.

Pintura de Ignacio Merino ilustrando el asedio de Arequipa en 1867.
(publicado en la Historia General del Perú de Vargas Ugarte)

Las tropas enviadas para proteger el convoy llegaron demasiado tarde y sólo encontraron heridos y a la gigantesca pieza de acero volcada y partida. La moral de las tropas gubernistas decayó, y cuando se intentó lanzar un asalto definitivo el 27 de diciembre de 1867, las fuerzas de Prado fueron rechazadas. Habiendo perdido la tercera parte de sus soldados, Prado debió retirarse a marchas forzadas sobre Islay. De allí pasó a Lima, donde fue objeto de hostilidad, por lo que el 6 de enero renunció, entregando el mando supremo al general La Puerta, quien buscó traspasarlo al septuagenario mariscal Antonio Gutiérrez de la Fuente, alcalde de Lima, quien se negó. Al final, el general Francisco Diez Canseco ocupó militarmente Lima, sin hacer violencias contra Prado (quien partió a Chile) o a sus partidarios; una junta de vecinos declaró que el mando legítimo correspondía al general Pedro Diez Canseco, quien llegó a Lima el 22 de enero.

Retrato del general Pedro Diez Canseco, obsequiado por los oficiales de su guardia presidencial.
(colección Víctor Andrés García Belaúnde)

En Chiclayo, Balta lanzó una proclama al pueblo chiclayano, aplaudiendo su lucha y ofreciendo que la Nación no olvidaría sus sacrificios. Dos días después, el 9 de enero, remitiría un telegrama al doctor Juan Manuel Polar, ministro general del general Diez Canseco, informándole de los hechos de Chiclayo: "Después de 26 días de diario combate, de 7 de la mañana a 7 de la tarde, obtuvimos espléndida victoria derrotando al Coronel Mariano Pío Cornejo, haciéndole 110 muertos y 250 heridos, tomando nueve cañones y mucho armamento. Todos han sido valientes. En Chiclayo no ha habido un solo cobarde. Herido el Coronel Silvestre Gutiérrez". Ese mismo día, Balta dio un decreto para crear una Junta Valorizadora de los daños y perjuicios en la ciudad, "para evitar se hagan más tarde reclamaciones exageradas y obviar embarazos para el esclarecimiento del perfecto derecho de los damnificados, es conveniente proceder a la mayor brevedad a valorizar los daños ocasionados por el enemigo a los defensores de la ciudad", elaborando al día siguiente, las cuentas de los gastos causados por la guerra, los que ascendieron a 49,525 pesos.

Proclama del coronel José Balta, jefe superior político y militar del Norte, al pueblo de Chiclayo, tras la victoria ante las fuerzas del coronel Mariano Pío Cornejo, ministro de Guerra y Marina (7 de enero de 1868).

Lamentablemente, la situación continuó inestable en la zona, dado que viejas querellas políticas y de tierras estallaron aprovechando que no existía fuerza en Lambayeque capaz de hacer respetar el orden público. Por ello, el 14 de enero, el cónsul norteamericano Montjoy, el cónsul chileno Del Castillo, el cónsul venezolano Tirado y Ponte, y el cónsul colombiano De Ñeco, firmaron una protesta conjunta ante los “hechos de incendio, saqueo de propiedades valiosas de estranjeros y aun de nacionales, ejecutadas á la faz pública y de las autoridades nacionales”, ya “que cuando fundadamente se esperaba el inmediato desenlace de la cuestion armada para la toma de la plaza de Chiclayo, el restablecimiento del órden en estas Provincias, y que con él quedase garantida la vida y la propiedad, ha seguido un fatal desquiciamiento del órden social, destructor de la propiedad, justificado con el saqueo y el incendio de los establecimientos de los estrangeros Solf y Cª, en Chiclayo, Santiago Feeley, en el Distrito de Jayanca, y el de las haciendas “La Viña,” “Batan-grande,” y “Chocope,” propiedades de nacionales en las que han perdido numerosos empleados estrangeros todos sus efectos; que ademas están amenazadas con igual suerte esta ciudad, los fundos de “Errepon,” “Patapo,” “Molino de Santa Lucia” y otros, propiedad de ciudadanos estrangeros”. Ante la protesta y las notas enviadas por el ministro norteamericano en Lima, general Alvin P. Hoovey, el gobierno suspendió y enjuició al subprefecto de Lambayeque, José Tomás Tello. Por ello, se entiende las expresiones del joven catedrático Juan Federico Elmore, en un artículo escrito con el seudónimo Juridicus en el diario El Comercio del 27 de febrero de 1868: "Patriotismo es facilitar la venida de los extrangeros al Perú, concederles toda especie de derechos, hacer pronta y exacta la administración de justicia, hacer que no sean ilusorias sus garantías y evitar las reclamaciones diplomáticas, como aquellas á que han dado y darán origen los vergonzosos acontecimientos de Chiclayo y Lambayeque".

El gobierno provisorio del general Diez Canseco por acuerdo de 15 de enero de 1868 dispuso que el arquitecto Manuel José San Martin se constituyese en Chiclayo a fin valorizar los daños inferidos á los edificios por el bombardeo sufrido; el costo de los daños ascendió, según la tasación efectuada, a 73,119 pesos y 5 reales, sin poder hacer una valoración del molino de Solf por haber quedado totalmente reducida a escombros y cenizas, afirmando que "parece que hubo en ella pisos altos, fábricas lujosas, depósitos de toda especie de mercaderías y excelentes máquinas". Cuando el sabio Antonio Raimondi visitó Chiclayo en junio de 1868, si bien apreció condiciones para la prosperidad y engrandecimiento de la ciudad gracias a su agricultura fértil, sus apuntes relatan la ruina de los edificios tras el asedio. La iglesia, "bastante bonita", anotó Raimondi, tenía tres naves, pero su interior era simple y se hallaba dañada tras el bombardeo. Del molino de Solf, apenas se veían algunas paredes tras el saqueo e incendio. Muchas casas "han tenido paredes derrumbadas, puertas acribilladas de balazos y han sufrido que más que menos por el bombardeo".

Ya bajo el gobierno del coronel Balta, se establecerían Comisiones mixtas, una entre el Perú y los Estados Unidos (convención del 4 de diciembre de 1868), y otra entre el Perú y el Imperio Alemán (convención del 26 de octubre de 1872), a fin de acordar el monto de las reparaciones a los extranjeros afectados por los conflictos intestinos peruanos. La lectura de dichos documentos diplomáticos en relación a los saqueos y daños personales (Montjoy reportó palizas a los trabajadores extranjeros, llegando los casos más extremos a un muerto, un inválido por herida de bala, y un trabajador que perdió un ojo a consecuencia de la violencia sufrida) no es ciertamente edificante. Carmen Mc Evoy equiparó las promesas al pueblo chiclayano a las que hizo el mariscal Castilla en la rebelión de 1854 y que condujeron a la creación del departamento de Cajamarca, añadiendo que la recompensa inmediata a los sectores populares fue el saqueo, del cual la jefatura baltista se hizo de la vista gorda, en tanto que para las aterradas y perjudicadas élites, la recompensa sería a través de las reparaciones, cuyo pago saldría de la caja fiscal.

Apenas arribado don Pedro Diez Canseco a Lima, se convenció que sólo la paz le daría prestigio, por lo que se abstuvo de caer en el vicio de perseguir a los enemigos vencidos: no desterró ni enjuició. Triunfó póstumamente el mariscal Castilla: Diez Canseco restauró la Constitución de 1860. Pero en esa óptica jurídica, terminó por retroceder en las reformas del régimen caído, pues declaró nulo y sin valor cuanto hizo Prado en la labor administrativa. Diez Canseco convocó a elecciones y se abstuvo de intervenir en ellas, siendo electo el héroe de Chiclayo, el coronel Balta.

“Para mí no hay vencidos ni vencedores, caídos ni levantados, hombres del Sur ni del Norte. Para mí no hay más que peruanos, porque no soy el caudillo de un bando, sino el Jefe de la Nación”, dijo Balta al asumir el mando. Siguió mostrando un estilo de vida sencillo: cuando se le ofreció ascender a general, prefirió seguir con el grado de coronel. Su obsesión con el progreso material del Perú motivó muchas de sus decisiones. Su gusto por la picante comida norteña le pasó factura con una molesta gastritis; sus arranques de mal humor se hicieron legendarios. Los cuatro años de Balta en Palacio de Gobierno se vieron marcados por la epidemia de fiebre amarilla, un catastrófico terremoto en el Sur en 1868, un devastador Niño en el Norte en 1871, por el polémico contrato Dreyfus, por la masiva construcción de ferrocarriles, por la corrupción de los funcionarios del gobierno, y por la fundación del primer partido político moderno en el Perú. La crisis de sucesión en 1872 hizo que Balta no concluyese su gobierno: faltando menos de una semana para concluir su mandato, la tarde de un viernes sangriento de julio, su cadáver, cubierto con un camisón de dormir, fue dejado en el patio del cuartel San Francisco, con once heridas de bala y bayoneta, en medio del torbellino de horror que fue la rebelión de los Gutiérrez.

Tarjeta de visita con la imagen del coronel José Balta a caballo.
(Colección Eduardo Dargent Chamot)

Balta evidenció su agradecimiento con el pueblo chiclayano, al preguntar a una multitud lo que deseaban por el esfuerzo desplegado en aquellos días de 1868: templo y teatro fue la respuesta. La vieja Iglesia Matriz había sido dañada en el asedio, por lo que se optó por la construcción de un nuevo templo (la actual Catedral), cuya construcción demoraría más de medio siglo, por lo que Pedro Dávalos y Lissón decía a inicios del siglo XX que era "prueba de la vanidad de los hombres que pidieron y malgastaron tan tristemente en tan innecesaria obra los tesoros de la República". Por otro lado, el teatro de Chiclayo sería un nuevo elemento en la puja con Lambayeque, que ya tenía una instalación similar desde 1851. En alguna ocasión, coincidimos con Dávalos y Lissón en las críticas a ese pedido, cuando se pudo solicitar “agua potable que todavía no la hay y aumento de aguas para los valles”. Balta incluso proyectó la creación del departamento de Lambayeque con capital en Chiclayo, frente a su émula Lambayeque; de hecho, en 1868, se propuso en un gesto de adulación, que las provincias de Lambayeque, Chiclayo y Pacasmayo, formasen el "Departamento de Balta". Qué duda cabe que en las trincheras de Chiclayo, la figura de José Balta había pasado de ser un caudillo regional en un caudillo nacional, cambiando para bien y para mal, los rumbos del Perú decimonónico.

FUENTES CONSULTADAS.

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  • Diario Oficial El Peruano – años 1867 y 1868.
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