Blog dedicado al estudio de temas constitucionales e históricos, enfocados dentro de la realidad del Perú.

domingo, 12 de febrero de 2012

Augusto B. Leguía: 80 años después

El pasado lunes se han cumplido 80 años de la cruel muerte del ex presidente del Perú, don Augusto Bernardino Leguía y Salcedo, uno de los personajes más interesantes y controvertidos de la historia nacional, personaje al cual no se le ha enfocado con la serenidad que da el paso de los años.
Leguía representa en nuestra historia, el final de la República Aristocrática (como denomina Basadre al período entre 1895 y 1919), preludiando la irrupción de las masas en la política en la década de 1930. Personaje de innegable desempeño, sin Leguía sería muy distinta la Historia del Perú.
Leguía nació en San José, en Lambayeque, el 19 de febrero de 1863. Su familia era de origen vasco, dedicada al comercio, y su abuelo tuvo destacada participación en la independencia. En su juventud luchó en los reductos de Miraflores (1881) y trabajando en diversas compañías de seguros y fundos azucareros hizo una fortuna. A los cuarenta años ingresó en la vida pública como Ministro de Hacienda, y fue Presidente de la República entre 1908-1912 y 1919-1930.
Leguía entró en la política con el Partido Civil, del cual se apartó, a medida que forjó su idea de lo que debía ser el Perú. En 1919 tuvo la virtud de hacerse representante de todas las clases: de la burguesía, del capital extranjero, de la clase media. Puso fin al poder político ostentado por la oligarquía civilista, aunque no tocó su sustento económico. Lejos de ser una simple dictadura personalista, el régimen de Leguía buscó modernizar al Perú en base a la clásica idea positivista de “orden y progreso”. Subrayó el crecimiento material del país, representado por la nueva fisonomía de la capital, el asfaltado y la construcción de nuevas urbanizaciones, el saneamiento de las principales ciudades, y la construcción de vías de comunicación, aumentando así el espíritu de empresa tanto particular como pública.
Pequeño de estatura y siempre bien vestido, Leguía no sólo atrajo devociones pasajeras e interesadas, sino también afectos hondos y perdurables, como lo revela la subsistencia de un partido (el Democrático Reformista), que funcionó varios años después de 1930 con el programa de vindicar su nombre. Fue un hombre centrado, pero que debido a la mucha adulación creyó ser indispensable para el progreso nacional. En su texto de renuncia, el 25 de agosto de 1930, pareciera estar demostrado al decir “Si se cree que el Perú puede progresar sin mí, en buena hora. Pero lo esencial es que ese progreso no se detenga…”.
El régimen leguiísta reformó la legislación imperante en aquella época. Frutos de esa época fueron la Constitución de 1920, que contenía importantes logros de la Constitución mexicana de 1917 y de la Constitución de Weimar; el Código Civil de 1936, cuya redacción se hizo en la década de 1920; el Código Penal de 1924, los nuevos Códigos de Procedimientos en Materia Criminal y el Código de Procedimientos Aduaneros, entre otros. También, a Leguía se le deben la legalización de las comunidades campesinas y los inicios de la legislación del empleado.
En materia social, Leguía buscó estimular una vigorosa clase media, defendiendo al indígena y condenando al gamonalismo llegando a combatirlo a sangre y fuego (como en el caso de la rebelión de Benel en Chota, pese a lo cual, varios gamonales fueron parlamentarios), creando así el Día del Indio (hoy Día del Campesino).
En materia de defensa nacional, Leguía adquirió los primeros aeroplanos y los primeros submarinos para nuestras Fuerzas Armadas, cooperando como Ministro de Hacienda en la construcción de los cruceros Almirante Grau y Coronel Bolognesi. A Leguía, también se le debe la creación del Ministerio de Marina y la contratación de una Misión naval norteamericana. Igualmente, Leguía buscó organizar de forma eficiente a la Policía Nacional, al contratar una Misión de la Guardia Civil Española que trajeron un nuevo concepto del trabajo policial, con profesionalismo, disciplina y vocación de servicio.
Además, su gobierno buscó delimitar nuestras fronteras. En su primer gobierno, resolvió los problemas con Brasil y Bolivia, mientras que en su segundo gobierno resolvió la cuestión de Colombia (de forma criticable) y consiguió la reincorporación de Tacna al suelo nacional, aunque se tuvo que ceder Arica. Las fronteras del Perú actual, son en gran parte obra de Leguía. Como dijo Raúl Porras, “nuestros tratados de límites estuvieron a la altura de las circunstancias”, un tema que ya tratamos en otro post.
En materia fiscal, como Ministro, Leguía creó nuevos impuestos y buscó asegurar nuevas fuentes de recursos para el Estado. Ya como Presidente, implantó el impuesto progresivo a la renta, creó el Banco de Reserva, anticipo del actual Banco Central de Reserva, defendiendo el valor de la moneda peruana, la cual apenas sí alteró su valor en diez años. No sólo eso, convencido de que era necesario irrigar la costa para ampliar nuestra frontera agrícola, beneficiando a los pequeños agricultores, Leguía contrató al ingeniero Sutton para desarrollar las obras de El Imperial en Cañete y Olmos en Lambayeque. Además, creó la Contraloría General de la República, para examinar la legalidad y corrección de los gastos públicos.
Pero como todo ser humano, junto a sus méritos y servicios positivos al Perú, Leguía exhibe también un lado negativo. Dio un golpe de estado, mediante el que derrocó a José Pardo y disolvió el Congreso, eligiendo a uno sumiso después. La experiencia de su primer gobierno, donde un bloque parlamentario le hizo continua oposición, y la experiencia de la caída de su sucesor Billinghurst en 1914 le habían servido de lección sobre los males del parlamentarismo, por lo que en la Constitución de 1920, robusteció el poder presidencial.
Don Augusto también llevó a cabo una política económica pródiga basada en la contratación de empréstitos, muchos de ellos para el desarrollo de grandes obras productivas, como el caso de las irrigaciones y el saneamiento de las ciudades. Sí bien bajo el gobierno de Leguía hubieron casos de corrupción, ello no significó que el Presidente fuera ladrón como se lo acusó. Por el contrario, Leguía murió pobre y endeudado, hasta el punto de que hasta su seguro de vida estaba hipotecado.
El régimen leguiísta no toleró ninguna oposición, ni frenó el servilismo. Las reelecciones sucesivas en las que se embarcó Leguía (1924 y 1929), afectaron su figura histórica. En sus mejores años le decían “Júpiter Presidente”, “Viracocha”, “Gigante del Pacífico” y cuando cayó fue atacado por todos aquellos a quienes había ayudado, salvo excepciones honrosas.
El gobierno de Leguía fue también manchado por los abusos en la aplicación de la Ley de la Conscripción Vial, ley promulgada con un fin positivo, y que acabó siendo considerada una de las manchas negras de la República. También se hirió al sentimiento nacional con algunas soluciones de límites, como los efectuados con Colombia y Chile, y también con el criticable arreglo de la cuestión La Brea y Pariñas.
Leguía quiso siempre tejer con los Estados Unidos una amistad duradera y una alianza de recíprocos intereses. Tenía la convicción de que el Perú no era querido en América del Sur, de allí lo fundamental de procurar un fuerte aliado que le devolviera a nuestro país la tranquilidad suficiente para consagrarse a su progreso. Por ello, aunque no lo justifica, Leguía fue demasiado deferente con los Estados Unidos.
Ninguno de los grandes personajes de nuestra historia fue un dios que hiciera todo perfecto, pero tampoco fueron demonios para hacer todo negativo. Fueron hombres, nada más que hombres, pero el fruto positivo que dejaron es superior al fruto negativo que pudieron dejar. No en vano, Haya de la Torre llegó a decir que Augusto B. Leguía “fue el mejor presidente del Perú del siglo XX”, a pesar de haber sido perseguido en su juventud por el mismo Leguía.
Luis Alberto Sánchez diría en su Testimonio Personal: “Si se hace el balance de aquel período, habría que reconocer que, sin mengua del régimen represivo y policial y los abusos de poder por parte de algunos familiares y adherentes del Presidente, no era posible olvidar cierto orgullo público al ver a Leguía, en la plenitud de su capacidad y su poder, dirigiendo las ceremonias de los Centenarios de 1921 y 1924; su don de gentes; su empaque frío y señoril; su savoir faire político; la forma cómo se manejaba entre príncipes y embajadores, cardenales y arzobispos, llamáranse como se llamaran. Aquel viejito fisgón, de ojos resueltos y perenne sonrisa cortés, de ademanes medidos, erguido, ágil, tenía pasta de monarca. Coronado por el sombrero de pelo, protegido bajo su pardessus de neto corte londinense, daba la impresión de un cazador en perpetuo acecho”.
Después de haber gobernado el Perú durante 11 años, Leguía sufrió la venganza de los sectores desplazados con su gestión. Su casa fue saqueada, incendiada y demolida, y el mismo Leguía fue encarcelado y juzgado por un Tribunal al margen de los tribunales de justicia. Se le negó el derecho a defenderse y los servicios médicos que su salud requería. Agobiado por una prostatitis, Leguía solo contó con la compañía de su hijo Juan. Cuando fue llevado al hospital de Bellavista, ya era tarde para él. Sus enemigos incluso quisieron matarlo con una bomba. Dios se apiadó de él: Leguía murió la madrugada del 6 de febrero de 1932, pesando poco más de 30 kilogramos. Ni siquiera tenía un traje apropiado para su delgadez, por lo que fue enterrado con un traje prestado por uno de sus antiguos Ministros. Una multitud acudió a su funeral.
Pese a todo, su muerte no fue suficiente. Se buscó extirparlo de la historia nacional. El silencio y el olvido cayeron sobre su memoria, olvidando sus obras. Federico More, que lo combatió cuando estaba en el poder, diría tras su muerte, que Leguía fue audaz como Piérola y vivaz como Castilla, pero que terminó desdichado como Salaverry, reconociendo que ocupaba sitio junto a los varones esenciales de nuestra República. Su muerte en medio de la pobreza y con cristiana resignación, después de ser derrocado y de haber vivido el infierno en las mazmorras del Panóptico, no tiene paralelo en nuestra historia y lo dignifica al extremo. Y sin embargo, parece que su figura recobra interés en una serie de artículos en diferentes medios de prensa (Caretas, La República, Correo, La Primera, por mencionar algunos) por su aniversario luctuoso, como una suerte de repulsa a la indignidad que significó su lento martirio en las mazmorras de la Penitenciaria.