Blog dedicado al estudio de temas constitucionales e históricos, enfocados dentro de la realidad del Perú.

lunes, 31 de octubre de 2011

De Gamarra a Castilla (1839-1855)

En este artículo, revisamos los años de la Anarquía que siguió a la muerte de Gamarra y el surgimiento de la figura del Mariscal Ramón Castilla, quien restauró el orden y el imperio de las leyes, iniciando una época de progreso para la República, marcada por varios altibajos.


En 1841, el Presidente Gamarra invadió Bolivia, pues aspiraba a rehacer la obra de Santa Cruz, pero desde el Perú. Sin embargo, no tuvo éxito: los caudillos bolivianos se unieron en torno del general José Ballivián, antiguo protegido de Gamarra, quien el 18 de noviembre, presentó batalla a Gamarra en Ingavi. En esta batalla, quizá la peor derrota de nuestra historia militar, el ejército peruano fue derrotado (en parte gracias a la retirada inesperada de la caballería al mando de San Román, cuando aún la batalla no se hallaba decidida) y el Mariscal Gamarra cayó muerto (en un hecho que generaría rumores de haber sido un “crimen perfecto”), limpiando así, según José de la Riva-Agüero, una parte de las tremendas responsabilidades que tiene su memoria.
Envalentonados con este éxito, los bolivianos invadieron el sur del Perú, donde enfrentaron una gran resistencia, llegándose a ver episodios anecdóticos, pero demostrativos de la voluntad de defender la Patria del pueblo puneño, moqueguano, tacneño y tarapaqueño. Fue precisamente en Tarapacá, donde inclusive los pobladores llegaron a fundir las imágenes de plomo de la Iglesia, dando origen a la historia de las “balas del niño Dios” recogida por Palma en una de sus Tradiciones Peruanas. Ante el peligro, todos los caudillos militares se unieron en la defensa del Perú, respetando la Presidencia del civil Manuel Menéndez, Presidente del Consejo de Estado. Al final, la guerra concluyó por el Tratado de Puno, de junio de 1842, donde ni Bolivia ni el Perú se anexionarían algún territorio, retornándose al statu quo previo a la guerra.
Pero si durante la guerra, los caudillos se unieron por la defensa del Perú, al concluir el conflicto, volvieron a las andadas. Primero fue el general Juan Crisóstomo Torrico, que manipuló primero y depuso después al débil Presidente Menéndez, manteniendo una pugna con el general Gutiérrez de la Fuente, jefe del Ejército del Sur, que a su vez, proclamó Presidente al general Francisco de Vidal (julio de 1842), quien era el segundo vicepresidente del Consejo de Estado (ya que el primer vicepresidente, el anciano jurista don Justo Figuerola se hallaba también en Lima)… Y en la batalla entre Torrico y Vidal, en las pampas de Agua Santa (octubre de 1842), se dio el espectáculo cómico y representativo de que ambos generales se creyeron vencidos y buscaron salvarse en la fuga.
Pese a creerse derrotado, al final Vidal salió vencedor y asumió el poder, ejerciéndolo con probidad, pero no duraría mucho. Desde el Sur, el general Manuel Ignacio de Vivanco se proclamó Supremo Director de la República (enero de 1843), y Vidal dejó el mando a don Justo Figuerola, encargado del mando (marzo de 1843), que llegó a arrojar la banda presidencial por el balcón de su casa, episodio recogido por las Tradiciones de Palma.
El autoritarismo de Vivanco, en base al ejemplo del Chile portaliano, buscaba traer la paz y el progreso que el Perú anhelaba. Don Manuel Ignacio, caballero elegante y culto (incluso fue miembro correspondiente de la Real Academia), llegó a los extremos del personalismo, exigiendo incluso un juramento de fidelidad a su persona. Pero su régimen ostentoso, fue muy represivo con sus enemigos… La oposición a Vivanco se encarnó en los generales Domingo Nieto y Ramón Castilla, que se levantaron en defensa de la Constitución. Pero en plena campaña, el general Nieto, conocido como el “Quijote de la Ley, falleció de enfermedad, asumiendo Castilla el mando de las operaciones, llevando a la derrota de Vivanco en la batalla de Carmen Alto (Arequipa) en julio de 1844, partiendo luego el Supremo Director al exilio, “como cumple el soldado de honor (con) el enemigo que en buena guerra le ha vencido”. Contra todo pronóstico, Castilla entregó el poder a don Manuel Menéndez, a fin de convocar a elecciones donde ganó… Castilla, que llegó a ser el único gobernante bajo la vigencia de la Constitución de 1839, en cumplir con su mandato.
Ramón Castilla, una de las personalidades más importantes de nuestra historia republicana, no era un desconocido en la vida pública peruana. Nacido en Tarapacá en 1797, había hecho sus primeras armas en los ejércitos realistas, combatiendo en Chacabuco (1817). Tras un novelesco viaje hasta Río de Janeiro, hizo desde allí un largo viaje hasta Lima, atravesando la Amazonía, conociendo de primera mano las inmensas posibilidades que ofrecían esas regiones.
Tras incorporarse a las filas patriotas, instruyó a los voluntarios norteños que formarían el escuadrón Húsares del Perú, mismo que decidiría la batalla de Junín, siendo conocidos hoy como Húsares de Junín. Pese a no intervenir en esta batalla, si combatió en Ayacucho, donde fue herido. Años después siendo Presidente, cuando le ofrecieron una condecoración extranjera, don Ramón respondería con su clásica socarronería: “para quien puede lucir la medalla de Ayacucho, las demás medallas son frioleras”.
Castilla se opuso a la Vitalicia de Bolívar desde la Prefectura de Tarapacá. Había respaldado a La Mar y a Orbegoso, pero no así a Santa Cruz, por lo que se exilió durante los años de la Confederación. A su valor y decisión, se debió en gran parte la derrota de Santa Cruz en Yungay. Ministro de Gamarra, lo acompañó en la campaña de Ingavi, donde fue hecho prisionero, y se cuenta que fue vejado por el mismo Ballivián, de lo que derivaría el odio eterno entre ambos caudillos. Liberado por la Paz de Puno, se opuso inicialmente a La Fuente y Vidal, convencido de que Menéndez era el gobernante legal, y luego se opuso a Vivanco, uniéndose a su viejo amigo, Nieto, para restaurar la legalidad, razón por la que fue conocido como el “Soldado de la Ley.
El progresista primer gobierno de Castilla (1845-1851) consolidó la paz pública, llamando a su gobierno incluso a antiguos enemigos políticos. Castilla reforzó la defensa nacional, construyendo instalaciones militares, consolidando el Servicio de Policía, adquiriendo nuevo material bélico como el transporte Rímac, primer barco de guerra a vapor del continente; y promovió el progreso material, encarnado en la construcción del primer Ferrocarril de Sudamérica, entre Lima y Callao (1851).
Castilla también legisló sobre la educación y la administración pública, preparándose nuestro primer Código Civil, promulgado en el siguiente gobierno (1852). En el ámbito internacional, estuvo orientado por una franca política americanista, probada en el Primer Congreso Americano (1849). Toda esta obra, se vio respaldada gracias a los recursos originados por un nuevo producto: el guano de las islas, con lo cual el gobierno de Castilla puso orden en las finanzas, preparando el primer Presupuesto del Perú republicano para el bienio 1846-1847 (aunque en 1827, se había preparado ya un primer esbozo presupuestal). No sólo eso, sino que se puso al día el pago de la deuda externa, pagando inclusive una pensión al anciano Libertador San Martín (ya en sus últimos años), aparte de iniciar el pago de la deuda interna.
Paralelamente se vio un relanzamiento de las actividades culturales, y así, dentro de esta nueva intelectualidad, renacieron los debates doctrinarios, sucesores de aquellos conservadores y liberales de los primeros años republicanos.
Los conservadores estaban liderados por el sacerdote Bartolomé Herrera, director del Convictorio de San Carlos, quien propugnaba el orden como base fundamental para cimentar el desarrollo, en base a un gobierno de los más capacitados, una soberanía de la inteligencia. Herrera ponía en duda la teoría de la soberanía popular afirmando que el pueblo no delega, sino que consiente.
Frente a Herrera, estaba una generación de jóvenes liberales, donde destacaban los hermanos cajamarquinos Pedro y José Gálvez Egúsquiza, antiguos discípulos de Herrera en San Carlos, profesores del Colegio de Guadalupe, que defendían la idea de la soberanía popular.
De esta forma, ambos centros, San Carlos y Guadalupe, se convirtieron en las trincheras de ambas ideologías, en un debate que se reflejó en la prensa y en el Congreso, sobre todo desde 1849, cuando Herrera y Gálvez fueron electos diputados. En frases de Luis A. Eguiguren, San Carlos encarnó la tradición, el orden, la disciplina; Guadalupe ostentaba el espíritu de la libertad, de la democracia, del laicismo.
En 1851, Castilla concluyó su mandato. Tras unas accidentadas elecciones, donde se vio surgir la primera candidatura civil, la del acaudalado comerciante don Domingo Elías, el “hombre del pueblo”, asumió la Presidencia el general José Rufino Echenique, que se rodeó de figuras conservadoras, continuando con la obra de progreso. Sin embargo, los escándalos surgidos a causa de la corrupción en el pago de la deuda interna (donde incluso se llegó a falsificar la firma del Libertador San Martín), dieron a los liberales la oportunidad de conseguir las reformas que ansiaban y de reformar la Constitución de 1839. El gran alzamiento contra Echenique fue encabezado por Castilla, que se unió cuando la revuelta era un hecho. Durante la campaña, Castilla, con ideólogos liberales de la talla de Pedro Gálvez y Manuel Toribio Ureta de su lado, dio los decretos de la libertad de los esclavos y la abolición del tributo indígena.
Con gran apoyo popular, Castilla venció a Echenique en la decisiva batalla de La Palma, cerca de Lima, el 5 de enero de 1855. Lo que siguió, la Convención Nacional y la Constitución de 1856, merecen otro artículo...

martes, 4 de octubre de 2011

La Constitución conservadora (1839)

En este artículo, revisamos la Constitución conservadora por antonomasia, el texto de 1839, obra de un Congreso sumiso a Gamarra y los restauradores, que priorizó el orden sobre todo, y a diferencia de los anteriores textos, tuvo una vigencia de 15 años, creando instituciones y figuras que continuarían hasta hoy.


Derrotada la Confederación, Agustín Gamarra volvió al poder, denominando a su régimen como la Restauración, y convocó a un Congreso, a reunirse en la capilla de la Merced de Huancayo. Inaugurado el 15 de agosto de 1839 y clausurado el 29 de noviembre, el Congreso de 1839 declaró insubsistente a la Constitución de 1834 (Ley de 23 de agosto de 1839). A este Congreso le bastó menos de tres meses para deliberar y votar una Constitución de 192 artículos, la cual fue promulgada por el mariscal Gamarra y sus Ministros Ramón Castilla y Benito Lazo, el 10 de noviembre de 1839.
El Perú arrastraba casi veinte años de continua agitación: la guerra de independencia, la dictadura bolivariana, el gobierno de La Mar, la invasión a Bolivia, el conflicto con la Gran Colombia, el golpe de Gamarra y su despótico gobierno, la guerra civil entre Orbegoso y Bermúdez, la sublevación de Salaverry y las guerras de la Confederación. Lo que se quería no era una Constitución modelo, un Gobierno perfecto o garantías extraordinarias. Lo que el Perú necesitaba era orden y paz. Para ello, se requería un Poder Ejecutivo eficiente, menos política y más administración.
En lo referente a la Nación, la Constitución de 1839 reiteraba lo que afirmaban las constituciones anteriores sobre la definición de la Nación como “la asociación política de todos los peruanos” y la prohibición de que fuera patrimonio de persona o familia, pero recordando el tiempo de la Confederación, se prohibía que se pudiera hacer pacto con cualquier Estado, “que se oponga a su independencia y unidad”.
En lo relativo a la religión, se reiteraba lo que decían las Constituciones de 1823, 1828 y 1834, acerca de que la Religión oficial era la Católica, Apostólica y Romana, sin permitir la tolerancia de otros cultos.
Sobre el estado político de los peruanos, la Constitución de 1839 distinguía nacionalidad de ciudadanía. Definía dos clases de peruanos: por nacimiento (hombres libres nacidos en el Perú, los hijos de padres peruanos al servicio de la Nación y nacidos en el extranjero, y los hijos de padres peruanos nacidos en el extranjero y registrados en la capital de la República) y por naturalización (los extranjeros admitidos al servicio del país, los que hubiesen servido en el Ejército o Armada, los avecindados antes de 1820, los extranjeros dedicados a actividades útiles, con 4 años de residencia y casados con peruana, y los españoles e hispanoamericanos que lo desearen).
Para ser ciudadano, se debería ser peruano (en cualquiera de ambas clases), mayor a 25 años, saber leer y escribir, excepto los indígenas y mestizos hasta 1845, y pagar alguna contribución. Se suspendía su ejercicio por ineptitud física o mental, por ser deudor quebrado o moroso al Tesoro Público, por estar procesado y por llevar una vida escandalosa. Se perdería la ciudadanía por una sentencia que impusiese pena infamante, por naturalización en otro Estado, por aceptar honores de otro Estado sin autorización del Congreso, por quiebra fraudulenta, por votos religiosos, y por la rebelión contra el Gobierno legítimo, y sólo se podría recuperar la ciudadanía por rehabilitación del Congreso, salvo los votos religiosos o la traición a la Patria.
Sobre la organización del Estado, se reiteraba la forma de gobierno popular representativo, consolidado en la unidad, responsable y alternativo. Como afirmaban todas las Constituciones anteriores (excepción claro está de la Constitución Vitalicia), el ejercicio de la soberanía era compartida por los tres poderes: Legislativo, Ejecutivo y Judicial, independientes entre sí y sujetos a una estricta obediencia a la Constitución.
El Poder Legislativo como las Constituciones de 1828 y 1834, era bicameral, compuesto del Senado y de la Cámara de Diputados. Uno tenía iniciativa en materia de contribuciones y empréstitos; el otro redactaría las instrucciones para el Concordato y la formación de causa contra el Presidente y los altos funcionarios. Ambas Cámaras se reunirían en Congreso en ocasiones especiales, como el escrutinio de las elecciones presidenciales, para declarar vacante la Presidencia, para elegir consejeros de Estado, para declarar la guerra o a la Patria en peligro, y para conceder facultades extraordinarias al Ejecutivo.
Los requisitos de elegibilidad eran distintos en cuanto a edad y renovación de sus miembros, pese a lo cual, tenían poderes semejantes. Un diputado, mayor de 30 años, duraría 6 años en su puesto, con renovación por tercios cada 2 años. Un senador, mayor de 40, duraría 8 años, con renovación por mitades cada 4 años.
La Constitución de 1839 introdujo dentro de nuestro ordenamiento constitucional dos figuras: una que ha durado hasta nuestros días, es la inmunidad parlamentaria, pues los representantes no podrían ser arrestados sino hasta 3 meses después de finalizadas las sesiones del Congreso. El otro, duró hasta 1879 y fue que el Congreso tendría reuniones bianuales.
En lo referente al Poder Ejecutivo, su Jefe Supremo era el Presidente de la República, cuyas atribuciones eran reforzadas notablemente, al igual que su mandato, que pasaba de 4 a 6 años, sin reelección inmediata. El Presidente de la República, que debía reunir las mismas calidades que un Consejero de Estado o un Senador, era elegido por los Colegios Electorales, por mayoría absoluta, en escrutinio supervisado por el Congreso en una sola sesión. Responsable de sus actos administrativos, esta responsabilidad se hacía efectiva al final de su mandato. Esto último, fortalecía la posición fáctica del Presidente, además de reducir la liberalidad de los representantes, que también fue limitada con la concesión de facultades extraordinarias al Ejecutivo para suspender garantías constitucionales, que pese a tener que contar con el Consejo de Estado, sirvió para poder mantener el orden frente a las asonadas, pronunciamientos y montoneras tan típicas del siglo XIX peruano.
La Constitución de 1839 dedicó mucha atención a la suspensión y vacancia de la Presidencia de la República, como si presintiera los hechos de 1841. Si el Presidente se ponía a la cabeza del Ejército en caso de guerra, o si estaba enfermo, se suspendía el ejercicio de la Presidencia. La Presidencia vacaba de hecho por muerte, o por cualquier pacto que haya celebrado contra la unidad e independencia nacional, con lo que evitaba toda tentativa de unión o confederación con Bolivia; y de derecho por admisión de su renuncia, término de su período constitucional e incapacidad permanente, no sólo física, sino también moral, figura que ha permanecido hasta la actualidad, pese a que, recordemos, los juicios morales no tienen más plataforma que la conciencia de los hombres. En cualquiera de estos casos se encargaba de la Presidencia de la República, el Presidente del Consejo de Estado. Es decir, no se restauraba la Vicepresidencia.
Como dijimos, las facultades del Presidente de la República en la Constitución de Huancayo fueron muy amplias comparado con las anteriores, aunque sin llegar a los extremos de la Constitución Vitalicia. Se encargaría de conservar el orden interior y seguridad exterior de la República, hacer cumplir las leyes y las sentencias judiciales, aparte de requerir la pronta administración de justicia, de convocar a elecciones y al Congreso ya sea de forma ordinaria o extraordinaria. Se introdujo dentro del constitucionalismo peruano, la figura del Mensaje Presidencial al inicio de las sesiones del Congreso, y se le concedió potestad legislativa mediante la facultad de dar decretos y órdenes. El Presidente dirigía las fuerzas de mar y tierra, declaraba la guerra y hacía la paz con aprobación del Congreso, nombraba a la mayor parte de los funcionarios públicos, y podía observar los proyectos de ley que le pase el Congreso, oyendo previamente al Consejo de Estado.
Sobre los Ministros, se limitaban a un máximo de 4 ministros, que debían tener las mismas calidades que un Senador. Se rescataba la incompatibilidad entre la función ministerial y la congresal, además de confirmar el refrendo ministerial y la responsabilidad correspondiente, y se les exigía una Memoria sobre su despacho, para la apertura de las sesiones del Congreso. Podían concurrir a los debates de las Cámaras, retirándose antes de las votaciones. De esta forma, el poder del Presidente sobre sus Ministros creció al punto que en 1848, José Gregorio Paz Soldán afirmó: El Presidente está persuadido que sus Ministros son simples secretarios que deben autorizar lo que él dispone sin concederles, muchas veces, la menor participación en sus medidas. Porque como puede removerlos, se cree autorizado para no respetarlos, y cree también que son empleados suyos y no de la Nación.
Como en la Constitución de 1834, la de 1839 recogió la figura del Consejo de Estado, un ente asesor del Presidente de la República, encargado de velar por la observancia de la Constitución y las leyes, acordar sesiones extraordinarias del Congreso, y de dictaminar sobre los proyectos de ley del Presidente y en los casos que éste lo requiriese. Conformado por 15 personas miembros o no del Congreso, su Presidente y dos vicepresidentes eran electos por el Congreso y duraba lo que una Legislatura ordinaria.
El Poder Judicial perdía su inamovilidad: los magistrados podían ser trasladados, suspendidos y hasta removidos por el Ejecutivo. Sus magistrados eran designados por el Presidente de la República a propuesta del Consejo de Estado, en el caso de la Corte Suprema y las Cortes Superiores, o a propuesta de las Cortes Superiores, en el caso de los Jueces de primera instancia. Pese a todo, se siguió viendo una constante primacía de la política sobre el derecho, como en el caso de la destitución del vocal Felipe Pardo y Aliaga en 1844.
En lo relativo al régimen interior de la República, la Constitución de 1839 suprimió los organismos locales, pues suprimió las Municipalidades, mantuvo la desactivación de las Juntas Departamentales, se limitó a mantener el sistema de prefectos, subprefectos y gobernadores, y además creó unos funcionarios administrativos, con facultades judiciales, ejecutivas y de seguridad pública: los intendentes de policía, designados por el Poder Ejecutivo y convertidos en único órgano de autoridad local.
En cuanto a derechos y garantías, la Constitución de 1839 mantuvo el texto de 1834, aunque permitía tácitamente la esclavitud.
La Constitución de 1839 contenía además, un título especial sobre la observancia y reforma de la Constitución, creando un núcleo duro de reforma, referido al gobierno popular representativo, fundado en la unidad, responsable y alternativo, y la separación de poderes. Sobre la reforma constitucional, se seguía una forma parecida a la de la Constitución Vitalicia, con la diferencia que la propuesta podía ser hecha por cualquiera de las Cámaras, y una vez cumplido el procedimiento, bastaría mayoría absoluta para aprobar la reforma. Por este procedimiento tan complicado, Pareja dice que en la práctica, hacía a la Constitución inmutable.
La Constitución de Huancayo tuvo una relativamente larga vida, pues, recordemos, la primera Constitución nació abortada porque coincidió con la férrea dictadura de Bolívar y sólo rigió brevemente mientras se preparaba la Constitución de 1828; la Constitución Vitalicia fue puro papel mojado; la de 1828, pese a su importancia histórica, rigió sólo cuatro años en medio de constantes violaciones; la de 1834, menos de un año, por la rebelión de Salaverry y las guerras de la Confederación. En cambio, la Constitución de 1839, pese a estar en suspenso en la Anarquía entre 1842 y 1844, volvió a regir entre 1845 y 1854, llegando a regir efectivamente doce años, “cifra sorprendente en comparación con las Constituciones precedentes”.
En relación al poder constituyente, a diferencia de las anteriores Asambleas Constituyentes, el Congreso de Huancayo no tuvo ideólogos que actuaran libremente y a la larga coactados por los militares, como en 1823, 1828 o 1834, sino que actuaron en todo momento como servidores del militarismo triunfante. No en balde, Basadre lo define como un “Congreso opaco, congelado y monolítico, sin grandes figuras representativas”. Pero para Pareja, es “la primera Constituyente genuinamente peruana que adoptó definidamente la política del orden y de la paz, sobre todo”, indudablemente con la cercana influencia del Chile portaliano, el cual con la Constitución conservadora de 1833, había logrado un orden y una estabilidad no vistas en el resto de la América Latina independiente.
En relación con los poderes del Estado, esta Constitución redujo los poderes del Congreso, situándolo en la esfera estrictamente legislativa y controladora, pero no como codirectora del Gobierno nacional, como intentaron las Constituciones anteriores, excepción claro está de la Constitución Vitalicia. Mantuvo el régimen bicameral como forma de evitar una dictadura parlamentaria, pero amplió las atribuciones del Presidente de la República, y suprimió las municipalidades, demostrando tener una tendencia autoritaria y absorbente, en beneficio del Ejecutivo. No sólo eso, sino que redujo las facultades del Poder Judicial, y podía controlar a los magistrados por medio de su remoción, reduciendo al Poder Judicial, en la práctica, a la calidad de un mero órgano del Estado.