Blog dedicado al estudio de temas históricos y jurídicos peruanos.

martes, 10 de octubre de 2023

Andrés Avelino Cáceres, un siglo después.

Centenario luctuoso del héroe de la Breña.


Hace cien años, la revista Mundial publicaba las siguientes líneas: "el Mariscal Cáceres significaba para el país una bella y gallarda tradición de heroísmo, de estupendo y portentoso amor patrio y de viril espíritu guerrero. El nombre de Cáceres se confunde con la historia nacional y la dá relieves vigorosos. Cáceres es aquel que en la hora de la derrota empuña la bandera de la resistencia heroica. Cáceres el que repite con su empuje indomable las hazañas de Grau y de Bolognesi. Cáceres es el último soldado que en la guerra infausta de 1879 deja el campo al vencedor... Con el Mariscal Cáceres pierde la República al último de sus héroes. Al que encerraba en su apellido toda la historia de la época más intensa de su vida libre. Y porque es tal la pérdida, es que hoy corre de uno a otro ámbito de su territorio un escalofrío de angustia y un hondo sollozo de pesar."

Retrato del mariscal Andrés A. Cáceres, tras su fallecimiento.
(Revista Mundial)

El ritmo de vida se aceleraba. Ley natural de la existencia, los hombres de la Guerra envejecían y cedían el paso a las nuevas generaciones. Varios de los protagonistas de su tiempo ya se habían ido: el arrojado Recavarren, el belga La Combe, el leal Borgoño, el carismático Canevaro, su querida esposa doña Antonia. También los rivales emprendían el viaje eterno: el implacable Lynch, el controvertido Iglesias, el Califa Piérola, el montonero Durand.

El viejo mariscal vivía apartado de la vida pública. Desde 1917, solía veranear en el balneario de Ancón, donde el clima aliviaba los malestares de su arterioesclerosis. A pesar de la enfermedad, Cáceres aún no pensaba en la muerte, y mantenía un gran interés por los asuntos políticos. Los periodistas acudían a entrevistarlo en las fechas cívicas, destacando el reportaje que le hizo Ricardo Vega García en el aniversario de la batalla de Tarapacá en 1921.

El mariscal Cáceres con visitantes en su casa de Ancón. A su izquierda, se encuentra sentado don Félix Costa y Laurent, el último sobreviviente de su célebre "Ayudantina".
(vendido en ebay)

El futuro general José del Carmen Marín, que por aquellos años era un modesto cabo de infantería, recordaba la rutina de don Andrés Avelino. Se despertaba temprano, salvo cuando estaba acatarrado, pero nunca se quedaba todo el día en cama. Al mediodía, salía a caminar, recorriendo de un extremo a otro el malecón, siempre acompañado por su nieta o por el oficial ayudante, apoyado en su bastón de marapiní, una madera brasileña dura y pesada que elogiaba. Luego, regresaba a su escritorio, donde se ponía a leer los periódicos del día, escribir y recibir a sus visitantes. Sus lecturas predilectas eran sobre historia clásica y temas de historia militar. Por la noche, se reunía con sus amigos para jugar al rocambor.

La tarde del martes 9 de octubre de 1923, después del paseo, Cáceres se sorprendió al sentir una fatiga inusual. Hasta ese momento, las caminatas no le habían causado complicaciones. “La culpa de todo la tienen los años, que son la única valla que, hasta ahora, no he podido salvar para seguir adelante”, comentó el viejo soldado. Esa misma noche, el mariscal llamó a su secretario, el teniente Armando Arroyo Vélez, para dictarle una carta destinada al senador ayacuchano José Salvador Cavero, veterano de la Breña, quien se encontraba en Washington. Firmó la carta con un pulso algo tembloroso, alrededor de las once y media de la noche, indicándole al teniente que la enviara por correo y coordinara la salida de un tren expreso hacia Miraflores. “Estoy muy lejos de los centros políticos, y esta circunstancia me tiene impaciente”, le dijo.

Partida de defunción del mariscal Andrés A. Cáceres.

El secretario se retiró a su alojamiento, mientras Cáceres se acomodaba en su cama. Sin embargo, apenas media hora después, un policía despertó al teniente Arroyo, urgido de informarle que el estado del mariscal había empeorado drásticamente. El teniente, alarmado, regresó rápidamente a su lado, pero al llegar encontró al anciano medio incorporado sobre la cama, sostenido por su ordenanza, y vomitando sangre en bocanadas. Cáceres apenas pudo reconocer al secretario; movió la cabeza en un gesto negativo, y luego se desplomó, sin fuerzas para decir una palabra más. Eran las 12:20 de la madrugada del miércoles 10 de octubre de 1923.

Los funerales del mariscal Cáceres fueron con los honores de presidente de la República. Vestido con una sencilla casaca azul y un pantalón rojo, el Soldado de la Breña fue despedido con profundo respeto por una multitud que lo acompañó en su último viaje, desde la Catedral de Lima hasta el Cementerio Presbítero Maestro, el sábado 13 de octubre de 1923.
(revistas Mundial y Variedades)

Los restos del mariscal Cáceres fueron solemnemente depositados en la Cripta de los Héroes de la Guerra de 1879. Mediante la Resolución Legislativa N° 4763, fechada el 31 de octubre de 1923, se dispuso que sus restos descansaran en un sarcófago central dentro de dicha Cripta, donde permanecen hasta el día de hoy.
(fotografía del autor, 2015)

Testigo, actor y símbolo de una época.

Estampilla emitida en 1918, retratando al general Cáceres.
(colección del autor)

La vida de Andrés Avelino Cáceres Dorregaray abarcó más de medio siglo de historia nacional. Nació en Ayacucho, en los turbulentos días de la Confederación Perú-Boliviana, pocos meses después de la derrota y fusilamiento de Salaverry por las fuerzas bolivianas de Santa Cruz. Falleció en Ancón, bajo el gobierno de Leguía, meses después de las célebres manifestaciones de mayo de 1923, que vieron surgir al joven estudiante Haya de la Torre. Casi ochenta y siete años de existencia, marcados por las luchas de su país.

Retrato del general Andrés Avelino Cáceres por el pintor Nicolás Palas.
(Museo Nacional de Arqueología, Antropología e Historia)

Su La carrera militar de Andrés Avelino Cáceres fue notablemente distinta a la de muchos de sus contemporáneos en el Perú del siglo XIX. Lejos de ascender por influencias políticas, Cáceres comenzó su vida militar como subteniente en 1854, ganándose cada uno de sus ascensos por mérito en el campo de batalla. A lo largo de su trayectoria, ascendió a coronel en 1875, general de brigada en 1881, general de división en 1886 y, finalmente, mariscal del Perú en 1919.

Combatió bajo las órdenes de Ramón Castilla y Miguel de San Román, a quienes elogió en su vejez como "los dos militares más grandes que ha tenido el Perú". En el combate del Dos de Mayo, dirigió el Fuerte Ayacucho, poniendo fuera de combate a la fragata española Berenguela. En 1874, como segundo jefe del batallón Zepita, frustró un motín contra el gobierno civil de Manuel Pardo, ganándose el ascenso a primer jefe del cuerpo. Posteriormente, fue nombrado prefecto del Cuzco en 1877, donde mostró un gran interés por la defensa de la población indígena y la promoción de la educación. Toda esa meritoria labor parecía, en retrospectiva, ser una preparación para su momento clave: la guerra de 1879.

Al frente del batallón Zepita, Cáceres participó en la campaña del sur: San Francisco, Tarapacá, el Alto de la Alianza. Se destacó en la defensa de Lima, comandando el centro de la línea de San Juan y el flanco derecho en Miraflores. Herido en una pierna, se vio obligado a esconderse mientras las tropas chilenas ingresaban a Lima. Lejos de amilanarse ante la derrota —cuando lo “sensato” habría sido la capitulación, cuando el aparato del Estado había quedado virtualmente destruido, cuando el ejército profesional y las milicias urbanas habían sido arrasadas en cruentas batallas—, Cáceres mantuvo la firme voluntad de seguir luchando. Emprendió la titánica tarea de reunir tropas, entrenarlas, conducirlas, conseguir dinero, armas y acémilas, espiar al enemigo, frenar sus avances, estudiar el terreno, vigilar el campo, saber cuándo y dónde atacar, y mantener el orden durante las retiradas. En una palabra: levantar la bandera de la resistencia.

Lejos de ser obra de un poder central, La Breña fue, ante todo, una obra popular, galvanizada por un caudillo carismático. El “taita” Cáceres se vinculó emocionalmente con la población indígena, de tal manera que, por su causa, muchos dieron hasta sus vidas. Como señaló Basadre, el Soldado de la Breña llevó a cabo la tarea de muchos hombres, y por momentos, “en el Perú no relucía oro de más quilates que la espada de Cáceres”.

Junto con el mariscal Cáceres, figuró su esposa, doña Antonia Moreno, quien yace también en la Cripta de los Héroes. "Patriota abnegada, invencible, astuta, valerosa, serena, esta dama fue la heroína, uno de los principales factores de aquella gloriosa campaña que el Perú recuerda con orgullo y que se llama La Breña", escribiría Abraham Valdelomar en su recuerdo.
(Biblioteca Nacional del Perú)

La hija del mariscal, Zoila Aurora Cáceres, escribiría que era “necesario tener presente la psicología del indio, su idiosincrasia y tradición, para comprender cómo pudieron el general Cáceres y su Ejército realizar la campaña de La Breña, que más que una realidad semeja un cuento prodigioso”.

Lamentable es el olvido que el Estado peruano ha hecho de aquellos bravos “montoneros”, peruanos de todas las sangres, que mantuvieron en alto el pabellón nacional. Viejos soldados como Manuel Tafur y Pedro Silva, marinos sin barcos como Luis Germán Astete, catedráticos fuera del claustro como Emiliano José Vila, sacerdotes como Eugenio Ríos y Buenaventura Sepúlveda, pequeños propietarios como Ambrosio Salazar, extranjeros como Ernesto La Combe, modestos campesinos como Aparicio Pomares, mujeres como Leonor Ordóñez, y la misma esposa de Cáceres, Antonia Moreno.

Cáceres siempre rechazó la versión de que sus tropas eran simplemente “montoneros” o tropas irregulares al margen del derecho de guerra de la época (argumento que el ejército chileno utilizó para justificar la ejecución de prisioneros en Huamachuco). Él afirmaba que el “Ejército del Centro” bajo su mando fue una unidad orgánica, compuesta, en parte, por veteranos, y que los guerrilleros solo sirvieron como tropas de choque.

Y con esos hombres, de todas las edades y orígenes, Cáceres logró alargar la guerra, hostigar sin descanso al invasor, y triunfar en Pucará, Marcavalle y Concepción. A pesar de la derrota en Huamachuco, se negó a aceptar la rendición y, antes incluso de conocer la noticia de la paz de Ancón, formó un nuevo ejército para seguir luchando.

González Prada, que lo criticó como gobernante, no dejó de reconocer su gloria como jefe de la Breña: “Hace frente a los enemigos de fuera y a los traidores de casa. Palmo a palmo defiende el territorio, día a día expone su pecho a las balas chilenas y peruanas. No se fatiga ni se arredra, no se abate ni se desalienta. Parece un hombre antiguo, vaciado en el molde de Aníbal. No es el cobarde que abandona el poder para salvar la vida, ni el ladrón que se escurre por llevarse el talego”.

Pintura de Alberto Zevallos ilustrando una recepción cívica realizada en Arequipa en honor al general Cáceres en 1886.
(Ministerio de Relaciones Exteriores)

Al Al sobrevivir a la guerra, el guerrero se transformó en caudillo. Esta transformación fue ampliamente criticada por figuras como González Prada, Basadre, e incluso el general José del Carmen Marín. Todos coinciden en que, si Cáceres hubiera sucumbido en Huamachuco, el Perú habría contado con una trinidad gloriosa formada por Grau, Bolognesi y Cáceres. Y ciertamente, se puede compartir parcialmente esta opinión: la actuación política de Cáceres, que lo llevó a la Presidencia en dos ocasiones (1886 y 1894), estuvo centrada en la necesaria reconstrucción del país. Sin embargo, no estuvo exenta de polémicas, desde el controvertido contrato Grace para la cancelación de la deuda externa hasta la forma violenta en que terminó su segundo gobierno, tras enfrentarse a las fuerzas pierolistas en 1895, con excesos nauseabundos por parte de la prensa opositora y hasta el pedido de eliminarlo del escalafón.

Calmadas las pasiones, Cáceres regresó al Perú y a la actividad política. Fue nombrado ministro plenipotenciario en Italia y Alemania, y, buscando la concordia nacional, impulsó la Convención de Partidos de 1915, que designó a José Pardo y Barreda como candidato a la presidencia de la República. Más tarde, respaldó a Leguía en su retorno al poder en 1919, siendo Cáceres quien presidió el juramento de Leguía como presidente provisional, y le prometió resolver el problema con Chile.

El 8 de mayo de 1922, el presidente Leguía colocó la primera piedra de un inmueble destinado a ser la residencia de los últimos años del mariscal Cáceres y, posteriormente, sede de un Museo de la Breña. La muerte de Cáceres, sin embargo, impidió que este proyecto se llevara a cabo. En su lugar, el edificio terminó convirtiéndose en la sede de la Benemérita Sociedad Fundadores de la Independencia, Vencedores del 2 de mayo de 1866 y Defensores Calificados de la Patria. Como vestigio del propósito inicial de la edificación, un mosaico en el lugar recuerda el momento en que el Soldado de la Breña recibió el bastón de mariscal, durante la Jura de la Bandera el 6 de junio de 1920.
(Datos de Lima - Facebook)

Ascendido a mariscal en 1919, el Soldado de la Breña falleció cuatro años después, dejando un profundo pesar en el país. Su imagen sería utilizada por los sucesivos gobiernos y diversos grupos políticos, quienes la invocarían a partir de tres facetas: la de militar de carrera, la de caudillo cercano al pueblo indígena y la de político de la reconstrucción. Sin embargo, ante todo, Cáceres fue un peruano que nunca aceptó que el país se rindiera, incluso cuando parecía que ya no quedaban fuerzas, cuando parecía haberse quemado ya el último cartucho: “El Perú será grande, el Perú será lo que debe ser, si todos los peruanos nos resolvemos virilmente a engrandecerlo”, dijo en 1916, frases que, a un siglo de su partida terrenal, aún no pierden actualidad.

Retrato del mariscal Andrés Avelino Cáceres, pintado por Fernando Saldías, que lo muestra luciendo las condecoraciones ganadas en su carrera militar y en la actividad diplomática.
Del pecho penden las medallas peruanas del Dos de Mayo, Tarapacá, Pucará y Marcavalle, y la boliviana del Dos de Mayo. Debajo, se aprecia la Gran Cruz de la Orden del Mérito Militar (España), la Orden del Libertador (Venezuela), la Gran Cruz de la Orden de la Cruz del Sur (Brasil) y la Orden de la Corona de Prusia (Alemania). La banda que cruza el pecho del mariscal es la de la Orden del Mérito Militar (España). En la manga izquierda, un parche indicando que combatió en el Fuerte Ayacucho durante el combate del Dos de Mayo.
(Congreso de la República)

viernes, 28 de julio de 2023

Un bicentenario desapercibido

1823: el sacrificio de Olaya.


Este breve artículo estaba previsto para ser publicado en junio pasado, y ante el retraso, para estas fiestas patrias. Sin embargo, por motivos de fuerza mayor, se publicará virtualmente, a fin de rendir homenaje, aunque tardío, a uno de los héroes menos recordados por la frágil memoria peruana, como se evidenció en lo desapercibido que pasó el bicentenario de su martirio.

En junio de 1823, ante el ataque realista a Lima, el gobierno patriota evacuó la capital y se trasladó al Callao. Allí, la pugna entre el Ejecutivo y el Legislativo se agravó llevando al Congreso a cesar en las funciones presidenciales al mariscal José de la Riva Agüero; sin embargo, el presidente partió a Trujillo con una parte del Congreso. En las fortalezas del Callao, el poder quedó a cargo del ministro de Relaciones Exteriores, Francisco Valdivieso, en tanto que la dirección de las operaciones militares corrió por cuenta del general colombiano Antonio José de Sucre (que se negó a aceptar el mando ofrecido por el Congreso), quien se afanó en preparar la posición para la defensa. Sin embargo, los realistas no realizaron más avances, fuera del golpe moral que implicaba la toma de Lima. En tal ambiente, mientras las autoridades patriotas mermaban su poder en absurdas disputas intestinas, un modesto pescador ofrendaba su vida en defensa del ideal patrio que tan mezquinamente dilapidaban.

Este cuadro del célebre pintor Gil de Castro de 1828, es el más conocido del héroe José Olaya. En las cartas, figura como destinatario el “Yl[ustrísi]mo Sr. Gran Mariscal Dn. José Bernardo Tagle – Callao”. La leyenda resalta las circunstancias del heroico comportamiento del pescador chorrillano: “Don José Olaya nació en el pueblo de Chorrillos el año de 1782; fué muy distinguido por su singular patriotismo; fué tan constante en él, que enviado el año 1823 por las autoridades que se hallaban en el Callao con correspondencia a esta Capital que ocupaban los españoles, prefirió mil palos y la muerte, antes que declarar las personas a quienes vino dirigida”. En la esquina inferior derecha figura la autoría del lienzo: “En Lima Por José Gil en 20 de Marzo de 1828”.
(Museo Nacional de Arqueología, Antropología e Historia
)

La figura de Olaya.

Nacido en Chorrillos, José Silverio Olaya Balandra era hijo de un pescador de quien aprendió el oficio. La polémica surge en relación con su año de nacimiento. Autores como Paz Soldán o Nemesio Vargas, afirmaron que Olaya tenía 28 años al momento de su fusilamiento, de lo que se desprende que habría nacido en 1795; por su parte, Ismael Portal, que entrevistó a parientes sobrevivientes, apuntó que nació en 1782. Lamentablemente no podemos saber con exactitud la fecha por cuanto la partida de bautismo que nos habría sacado de dudas, está extraviada, quizá quemada durante el saqueo chileno de Chorrillos en 1881. Otra duda surge sobre su apellido, por cuanto es raro el apellido Olaya, pero no el apellido Laya, de lo que autores como el marino Germán Stiglich y el historiador Juan José Vega, afirmaron que el nombre del mártir era José O. Laya, y de allí la confusión.

En cualquier caso, José Olaya era indígena, pescador artesanal residente en Chorrillos, segundo hijo del matrimonio de José Apolinario Olaya y Melchora Balandra, que vivían en un rancho de la calle de las Ánimas (que la familia mantuvo en su poder hasta 1875). Algunas fuentes mencionan el patriotismo del padre, fallecido en abril de 1822, mismo que habría inculcado al hijo, del que se afirma era un excelente nadador (algo que no es de sorprender dada la vinculación de su oficio al mar), y que en una pequeña balsa (un “chinchorro anchovetero”) cubría la ruta de Chorrillos a la isla de San Lorenzo y de allí al Callao. Según Nemesio Vargas, desde 1820, José Olaya era portador de comunicaciones de la escuadra sanmartiniana a los patriotas y viceversa, servicio que siguió prestando a Sucre y al Congreso sin sueldo ni remuneración alguna. Además, por el testamento del padre, sabemos que Olaya era un pequeño propietario, pues poseía “una fanega y cuartillo de tierras” en el camino a Lima.

El heroísmo de Olaya.

Mientras Canterac ocupaba Lima, era necesario mantener correspondencia con los patriotas aislados en la capital a fin de conocer con precisión la situación militar y logística de las fuerzas realistas. Para tal trabajo, se confió en Olaya, que podía pasar desapercibido al vender su pesca en la isla de San Lorenzo, o al tender sus redes a secar en alguna ensenada. Su contacto en Lima era doña Juana de Dios Manrique de Luna, una dama sobrina del antiguo contador mayor Antonio Riquero, quien, refugiado en el Callao, servía de nexo con Sucre; el destinatario final de las misivas era Narciso de la Colina.

Difícil es saber con precisión cuántas veces Olaya burló la vigilancia de los realistas, simulando llevar pescado para vender. Tampoco se sabe con exactitud quién delató al chorrillano; Paz Soldán acusó al mulato José Mironés, añadiendo Nemesio Vargas al pescador Leocadio Laines. Lo que sabemos es que a las cinco de la tarde del viernes 27 de junio de 1829, en la calle de la Acequia Alta (actual cruce de los jirones Caylloma y Moquegua, en el centro de Lima), Olaya fue arrestado por orden del implacable brigadier realista José Ramón Rodil, y encerrado en un calabozo en Palacio de Gobierno. Una versión que suele escucharse, y poco verosímil dadas las circunstancias del arresto, afirma que Olaya se comió las cartas de las que era portador. Aprovechando la creciente oscuridad de la tarde, Olaya logró arrojar el paquete de cartas a una acequia sin que sus perseguidores lo notasen, de forma que cuando lo registraron, solo encontraron una caja de dulces con cartas sin dirección, nombre ni firma, y alguna de esas cartas estaban redactadas en clave. Lo más comprometedor fue encontrar una escarapela con los colores patrios.

El brigadier gallego José Ramón Rodil (1789-1853) fue uno de los jefes españoles más notorios de la guerra de independencia del Perú. Su momento culminante fue la acérrima defensa que hizo de los castillos del Callao durante más de un año, hasta su rendición en enero de 1826. Fiel al bando isabelino durante las guerras carlistas, llegó a ser Presidente del Consejo de Ministros de España (1842).
(grabado inserto en la edición de las Tradiciones Peruanas de Ricardo Palma, 1896)

Llevado ante Rodil, encargado de la autoridad realista en Lima, se intentó convencer a Olaya que delatase a los destinatarios de las cartas, ofreciéndole dinero y premios. Pero el chorrillano se negó a ser un traidor, y se recurrió a medidas durísimas: le aplicaron doscientos palos, le arrancaron las uñas y le destrozaron los pulgares con las llaves de un fusil. Aun en el dolor, Olaya no cedió; incluso llevaron a su anciana madre, en vano. Se le suele atribuir la frase: “Si mil vidas tuviera, gustoso las perdería, antes de traicionar a mi patria y revelar a los patriotas”.

Finalmente, a las once de la mañana del domingo 29 de junio de 1823, Olaya fue arrastrado al callejón de Petateros, frente al Palacio. Se le preguntó su última voluntad, y pidió ser enterrado con la escarapela que se le confiscó; se le concedió el deseo. Tras el fusilamiento, el cadáver fue decapitado, tras lo cual, fue trasladado al humilde rancho chorrillano donde esperaba la anciana doña Melchora. Allí lo colocaron uniendo la cabeza al resto del cuerpo envuelto en una sábana, y colocado entre dos cirios funerarios, con la escarapela en la mano y vistiendo el hábito franciscano como su padre.

El sentido del sacrificio de Olaya.

Se perdió para la historia el lugar donde reposan los restos de aquel humilde y valiente pescador. Y es que, como apuntó Luis A. Eguiguren: “Victimado Olaya nadie se ocupó de buscar su sepultura. Con el mismo abandono con que se miran los intereses de. la Patria se contempla la memoria y los mortales restos de quienes por ella se sacrificaron: los héroes auténticos nacionales no son recordados ni se les traslada a ningún Panteón en medio de desfiles y fanfarrias. La adulación es el primer móvil para estas cosas, y Olaya no tuvo quien le adulara jamás, ni aún cuando se reconoció lo excepcional de su hazaña, y cómo su martirio apresuró la desocupación de Lima.”

Decreto del 3 de septiembre de 1823, honrando la memoria de José Olaya.

Por decreto supremo de 3 de septiembre de 1823, Torre Tagle honró la memoria de Olaya, estableciendo que Olaya pasase revista de comisario como subteniente vivo de infantería por 50 años, y que las 2/3 partes de su sueldo se abonasen a su madre y hermana. En 1847, el Consejo de Estado resolvió por “la justicia y del decoro nacional”contrariando la opinión de la Tesorería General, que ante la muerte de la madre y hermana de Olaya, se debía seguir abonando dicha pensión a los familiares de Olaya; firmaba el voto consultivo don Manuel Pérez de Tudela, quien en 1821 redactase el acta de independencia, recordando en el texto la actuación del “ilustre patriota Olaya”, “que prefirió el tormento y la muerte, á la revelacion de los secretos que le habían confiado los Gefes del Ejercito independiente”.

En honor a Olaya, contaba don Carlos Wiesse, “era costumbre el 28 o 29 de Julio, llevar a Chorrillos en procesión, uno de los retratos […], y traerlo al siguiente día. El acompañamiento era muy numeroso y demostraba gran entusiasmo, vivando a la Patria en todo el trayecto. Había música, cohetes y mucha ‘jora’. A falta de ferrocarril, que solo se inauguró el 22 de Noviembre de 1858, […] el gentío iba a pie, y algunas familias en sus balancines y calesas”. Recordaba el maestro sanmarquino, que en una ocasión, el presidente mariscal Ramón Castilla apostrofó un discurso inflamado con unas frases destinadas a corregir el defecto de hablar mucho y no hacer nada, a diferencia del mártir Olaya.

Fotografía de las posiciones de la batería "Mártir Olaya" después de la batalla de San Juan. Se aprecia un cañón Parrott clavado por los defensores.
(Visitas guiadas históricas - Facebook)

Durante la guerra con Chile, en septiembre de 1880 se construyó una batería en el Salto del Fraile, denominada “Mártir Olaya”, contando con dos cañones Parrott de 60 libras, un cañón Rodman de 500 libras, y un cañón Whitworth de 9 libras, además de un obús de bronce de 12 libras y una ametralladora Claxton. Esta posición fue de las últimas en sucumbir en la batalla de San Juan, el 13 de enero de 1881.

En 1960, el Ejército del Perú proclamó a Olaya, Patrono del Arma de Comunicaciones con el rango póstumo de subteniente. Y aún así, su bicentenario pasó injustamente desapercibido en medio de estos días colmados de mezquindad y arribismo. Sólo sus paisanos chorrillanos y las instituciones castrenses recordaron su aniversario. No hubo flores, ni honores, ni fanfarrias en el sitio de su sacrificio, no hubo misa por el alma de quien realizó el máximo sacrificio por la Patria, sin pedir nada a cambio.

Sirvan estas líneas de homenaje a la memoria del héroe José Olaya.

Monumento a José Olaya en el Pasaje que lleva su nombre, el pasado 29 de junio de 2023, bicentenario de su fusilamiento.
(Fotografía compartida por el Dr. Raúl Chanamé Orbe)

FUENTES CONSULTADAS.

  • Basadre Grohmann, Jorge (2005). Historia de la República del Perú 1822-1933 (tomo 1). Lima: Editora El Comercio.
  • Eguiguren, Luis Antonio (1945). El mártir pescador José Silverio Olaya y los pupilos del Real Felipe. Lima: Imprenta Torres Aguirre.
  • Herrera, José Hipólito (1862). El álbum de Ayacucho. Coleccion de los principales documentos de la guerra de la independencia del Perú y de los cantos de victoria y poesía relativas a ella. Lima: Tipografía de Aurelio Alfaro.
  • Lorente, Sebastián (1876). Historia del Perú desde la proclamación de la independencia. Tomo I. 1821-1827. Lima: Imprenta Calle de Camaná.

  • Odriozola, Manuel de (1873). Documentos históricos del Perú (tomo V). Lima: Imprenta del Estado.
  • Paz Soldán, Mariano Felipe (1870). Historia del Perú independiente: Segundo período, 1822-1827 (tomo I). El Havre: Imprenta de Alfonso Lemale.
  • Portal, Ismael (1899). Morir por la patria. El mártir José Olaya. Lima: Tipografía de El Tiempo.
  • Vargas, Manuel Nemesio (1906). Historia del Perú independiente (tomo II). Lima: Imprenta de La Abeja.
  • Vargas Ugarte, Rubén (1971). Historia general del Perú (tomo VI). Lima: Editorial Milla Bartres.
  • Wiesse, Carlos (1924). Biografía en anécdotas del gran mariscal don Ramón Castilla y Marquezado. Lima: Librería Francesa y Científica y Casa Editorial Rosay.

domingo, 26 de febrero de 2023

El primer golpe de estado del Perú republicano

Bicentenario del motín de Balconcillo (febrero de 1823).

 

“Gravísima y complicada era la situacion en que se encontraba la causa de la Independencia del Perú por la apatía de la Junta Gubernativa, por el estado de ruina de la Hacienda pública, por la desmoralizacion del ejército y marina, y lo que es mas doloroso, porque se tramaba una conspiración para la caída de esa Junta que ya no inspiraba respeto ni confianza en su inteligencia y actividad”, apuntaría Paz Soldán sobre el ambiente que se vivía en febrero de 1823, del cual, bajo presión de la fuerza armada, surgió la Presidencia de la República Peruana.


La agitación en el ejército.

Mientras el Ejército Libertador del Sur, al mando del general Rudecindo Alvarado, recorría los puertos del sur peruano en cumplimiento del plan sanmartiniano de Puertos Intermedios, en Lima, la situación no se mostraba favorable para la causa patriota. El Ejército del Centro se encontraba acantonado en Lima; según el plan de operaciones debía atacar a las fuerzas realistas en el centro del Perú, pero carecía de las tropas necesarias para actuar. Teóricamente el ejército tenía más de cuatro mil hombres, pero su verdadero número se reducía a tres mil. Al frente se hallaba el mariscal Juan Antonio Álvarez de Arenales, acompañado por el coronel chileno José Manuel Borgoño como jefe de estado mayor.

Retrato del mariscal del Ejército Peruano y general de brigada del Ejército del Río de la Plata, Juan Antonio Álvarez de Arenales, exhibido en el Instituto Sanmartiniano del Perú. Español de nacimiento, Arenales fue un militar de carrera que se unió a la causa independentista desde 1809, luchando en las batallas de Tucumán y Salta. En el Perú, recorrió la sierra al frente de una división, logrando la victoria en Cerro de Pasco en 1820. Tras retirarse del país, fue gobernador de la provincia argentina de Salta y, debido a las luchas civiles, debió exiliarse en Bolivia, donde falleció en 1831.
(fotografía del autor, 2019)

“La mayor parte de los cuerpos existentes por el mes de Octubre en el ejército del Perú se hallaba en cuadros, es decir, sin fuerza por falta de hombres, y destituidas tambien de armamento, vestuarios, y demas útiles precisos, al paso que la urgencia de abrir una campaña activa sobre los enemigos en combinacion acordada con la expedicion dirijida á intermedios, demandaba del nuevo gobierno providencias tan ejecutivas como capaces de hacer eficaz este plan antes que pasase la oportunidad del momento. Tal era la situacion de las tropas cuando á pesar de mi resistencia fuí compelido á aceptar el mando del ejército titulado del Centro. Inutilizadas mis repetidas reclamaciones al Congreso y al gobierno por unos auxilios que debían ser del instante […] y frustrada por otra parte mi esperanza de que concurriese á la obra la división de 2,000 hombres de Colombia […]; me resolví á la empresa a todo trance con algunas cortas partidas de reclutas que se habían hecho por mis comisionados á diversos puntos y que habían recibido algunas lecciones en la empeñosa disciplina á que estaba todo dedicado en el acantonamiento de Lurin", recordaba meses después el mariscal Arenales.

El viernes 3 de enero, el Congreso aprobó un decreto para condecorar a Arenales con una medalla de oro por su labor, en contradicción con la actitud negligente que había mantenido frente a sus reiterados pedidos. El 5 de enero, Arenales envió un oficio al Congreso solicitando “un esfuerzo de la República para proporcionar hombres, algun numerario, y útiles de equipo, á fin de poner muy pronto este ejército en estado de obrar activamente y con firmeza en defensa del país”; no se le hizo caso. Peor aún, el 8 de enero, la división colombiana partió de regreso a su patria.

Estampilla emitida en 1921, durante el Centenario de la Independencia, con el retrato del mariscal Juan Antonio Álvarez de Arenales.
(colección del autor)

A su vez, el 10 de noviembre de 1822, el coronel Borgoño escribía al gobierno chileno: "Nada sabemos con certeza de los movimientos del enemigo; pero tenemos algunos datos para inferir que Canterac se ha dirijido a las provincias del sur con 2,000 hombres de infantería i caballería, a consecuencia de la espedicion que salió para Intermedios. Nosotros hemos estado luchando con el Gobierno por que se nos proporcionen los recursos necesarios para abrir la campaña con la celeridad que exijen las circunstancias; pero las trabas de un Congreso lleno de celos, que no abriga sino ideas mui mezquinas, todo lo paraliza, haciendo perder el tiempo inútilmente, hasta apurar con sus medidas antipoliticas el sufrimiento de los que solo trabajan por el amor a la Patria. Entretanto, tenemos la fortuna de conservar grande union en el ejército, i la mejor disposición para tomar una actitud ofensiva que secunde las operaciones de nuestros compañeros de armas, que dieron por concedida nuestra cooperacion por esta parte. Nada quisiera decir a Ud. del estado de la opinion, del crédito del gobierno ni de las medidas del Congreso, porque seria menester escribir muchos pliegos; pero en sustancia diré que estos hombres se hallan en peor estado que nosotros en 1810".

El coronel chileno José Manuel Borgoño fue jefe de Estado Mayor del Ejército del Centro entre 1822 y 1823. Militar competente, el manejo de la artillería a su cargo fue decisivo en la batalla de Maipú. El general San Martín le profesó una gran amistad, obsequiándole el sable que utilizó en la batalla de Bailén. Borgoño llegó a ser general de brigada y ministro de Guerra en su país, etapa en la que fue retratado por el pintor francés Raymond Monvoisin.
(Memoria Chilena)

Si la deserción entre los soldados era un mal endémico, en la marina ocurría lo mismo con la insubordinación. En diciembre de 1822, las tripulaciones de la corbeta Limeña y del bergantín Belgrano se alzaron con esas naves, alegando la falta de pago de sus sueldos y gratificaciones, y amenazaron con dedicarse al corso. Se logró recuperar la Limeña, mientras que el Belgrano se dirigió a Chiloé y, posteriormente, a las islas Filipinas.

El sábado 18 de enero de 1823, en Lurín, Arenales convocó a los oficiales del ejército del centro, que, “animados del espíritu patriótico que los distingue, sin exceder en nada de los términos de la subordinacion militar”, elevaron una exposición a la Junta Gubernativa para “llamarle sériamente la atencion sobre los males que amenazan la salud de la patria, y sobre el remedio que demandan á proporcion del riesgo mas eminente”Los oficiales insistían en que, para el buen éxito del Ejército del Sur, era necesario cumplir con el envío de una expedición capaz de observar y contener a los realistas que ocupaban el frente desde Huancayo hasta Ica. Sin embargo, en tres meses no se había realizado movimiento alguno, lo que dejaba en una situación peligrosa al Ejército del Sur. Lejos de aumentar sus fuerzas, el Ejército del Centro había reducido considerablemente sus efectivos: la división colombiana había retornado a su país y los batallones peruanos no recibían reemplazos para los desertores o caídos. Era injusto que se les atribuyese “una inacción tan criminal”, cuando siempre habían manifestado el deseo de marchar contra el enemigo. Pero entre esa injusticia, la disminución de efectivos, el acantonamiento forzado y la desatención del gobierno, el ánimo del Ejército del Centro se hallaba profundamente resentido.

Lamentando la falta de tropas de reserva y deseosos de no figurar como simples espectadores en la lucha, los oficiales no consideraban débiles a las fuerzas realistas e insistían en la necesidad de atacarlas para capturar el mineral de Pasco, disipar el descontento en la tropa y colaborar con las unidades del sur. La franqueza de los militares, reflejo del hartazgo provocado por meses de inacción, no dejó de ser expresiva: “¿Por qué se ha de esponer á este extremo fatal la suerte del Perú? El ha depositado en V. E. su confianza y seguridad; y V. E. no la desempeña, mientras que desprendido de todas consideraciones, no ponga en ejercicio los medios que están á su alcance, sin otra idea que la de ser libres: este es el voto general, este el concepto en que V. E. manda, y todo debe ceder á este principal objeto. Por poco que V. E. se distraiga de él, se hace responsable de los males que pueden sobrevenir. Se necesita completar el ejército á una fuerza capaz de emprender con esperanza, provista de lo necesario; y ya que se ha malogrado tanto tiempo, no se dilate mas el hacerlo. Quiera V. E. usar debidamente de los medios que pone en sus manos un pueblo patriota y generoso: conciba este que sus esfuerzos, que serán los últimos, le comprarán la paz que tanto desea; y se verá desaparecer ese adormecimiento triste que no es conforme ni al carácter ni a los sentimientos del pueblo peruano”. Confiando en encontrar una acogida favorable por parte de la Junta, firmaron el general Arenales, el general Andrés Santa Cruz, el jefe de Estado Mayor, coronel José Manuel Borgoño, y los jefes de los distintos cuerpos: el coronel Ramón Herrera (Cazadores del Perú), el coronel Federico de Brandsen (Húsares del Perú), el coronel Manuel Rojas (Batallón N° 4), el comandante Félix de Olazábal (Batallón N° 2), el comandante Juan Pardo de Zela (Batallón N° 3) y el comandante José Videla (Legión Peruana).


Firma del mariscal Juan Antonio Álvarez de Arenales.
(colección del autor)

El Congreso se limitó a no contestar, escudándose en la ley del 19 de diciembre de 1822, que prohibía la suscripción de recursos y la promoción de reuniones “con el objeto de prevenir las deliberaciones del Congreso, ó las disposiciones del gobierno", bajo amenaza de juicio y castigo como perturbadores del orden público. Paz Soldán observó que, con esa ley, el Congreso pretendía atajar cualquier crítica, pero "el espíritu y la opinion del pueblo no se contienen con leyes, sino con hechos fundados en la justicia y conveniencia".

El ejército, ante la falta de respuesta del Congreso, marchó desde Lurín hacia Miraflores. A diferencia del Congreso, los tres miembros de la Junta Gubernativa comprendieron el peligro que entrañaba la inactividad del Ejército del Centro, y ordenaron hacer los preparativos para el trasporte de dos mil soldados a Pisco, desde donde se emprendería una marcha a la sierra, marcha “cuyo triunfo consistía mas bien en la celeridad, que en la importancia de la fuerza”.

La tardía actividad de la Junta y del Congreso.

El 31 de enero, Arenales recibió aviso de estar todo listo para emprender la campaña en cuatro días, pero todos los preparativos fueron en vano: el lunes 3 de febrero llegaron al Callao las tropas derrotadas en Moquegua al mando del general de brigada Enrique Martínez, y dos días después, la Gaceta de Gobierno publicaba el parte remitido por el general Alvarado sobre las derrotas de Torata y Moquegua.

Edición de la Gaceta del Gobierno del 5 de febrero de 1823.

La derrota de Moquegua implicaba no solo la pérdida de la obra militar de San Martín, sino también un rudo golpe a las esperanzas de los elementos patriotas que habían sacrificado mucho en la preparación del ejército. La noticia causó desconcierto y temor entre los limeños. Los acaudalados buscaron poner a salvo sus fortunas. El temor aumentó ante la posibilidad de que el ejército realista avanzase a marchas forzadas contra Lima. El Congreso y la Junta fueron vistos como culpables del desastre, incluso de los desaciertos de Alvarado. Las intríngulis políticas y militares, de las que en justicia la Junta no era culpable del todo, no eran de conocimiento de la población, que hacía responsable de los males nacionales a los gobernantes del momento. Justo es decir que al enterarse de la derrota, tanto el Congreso como la Junta desplegaron una intensa actividad para reforzar las fuerzas militares.

El mismo 5 de febrero, bajo la presidencia de Hipólito Unanue, en una sesión permanente que se prolongó hasta el viernes 7, el Congreso aprobó una serie de propuestas que debían ser aplicadas por la Junta, recogidas en una ley promulgada al día siguiente. Una propuesta para ampliar las facultades de la Junta Gubernativa fue postergada para otra sesión permanente, claro indicador de que, pese a la gravedad de la situación, se insistía dogmáticamente en la preeminencia del Congreso. Sin embargo, este no volvió a sesionar sino hasta el jueves 13, cuando retomó debates sobre temas de rutina, como la discusión del nuevo Reglamento de Comercio, la absolución de consultas sobre asuntos administrativos y eclesiásticos, y los trámites aduaneros relativos al tabaco habano. 

Ley del 8 de febrero de 1823, que autorizó extraordinariamente a la Junta Gubernativa para adoptar las medidas necesarias ante las derrotas en Torata y Moquegua
(Archivo Digital de la Legislación Peruana)

El sábado 8 de febrero, Arenales reiteró a la Junta sus quejas sobre la precaria situación del ejército, le reprochó no haber atendido oportunamente sus propuestas de campaña y planteó “que ya con respecto á mí, ha llegado el caso de que, ó V. E. se digne resolverse á poner en práctica sin pérdida de tiempo lo que llevo espuesto, ó relevarme del mando, nombrando otro individuo que se reciba del ejército, para que pueda operar segun V. E. con mejor acierto tenga á bien disponer”. No recibió respuesta.

Oficio enviado por el mariscal Arenales a la Junta Gubernativa el 8 de febrero de 1823.

Por su parte, la Junta emitió una serie de decretos entre el 8 y el 12 de febrero: dispuso el alistamiento en los cuerpos cívicos de los habitantes de la capital, entre los 15 y 60 años, libres de impedimentos; la recolección de todos los caballos pertenecientes a particulares; el inventario de las mulas de coche y de tiro existentes en los cuarteles; el indulto a los desertores del ejército y de los cuerpos cívicos que se presentaran entre el segundo y el cuarto día posterior a la publicación del decreto; y la modificación del decreto del 11 de abril de 1822 sobre el rescate de esclavos, a fin de engrosar las filas del ejército. Sin embargo, esta actitud enérgica de última hora ya era inútil para disipar la irritación surgida en un ejército inactivo y sin paga, así como el creciente descontento en la población. Y no faltaban quienes buscaban explotar ese ambiente.

El motín de Balconcillo.

El jueves 20 de febrero, el Congreso eligió como presidente al jurista tacneño Nicolás de Araníbar; como vicepresidente, al clérigo trujillano Tomás Dieguez. Fueron designados como secretarios dos abogados: el limeño Francisco Javier Mariátegui y el lambayecano Mariano Quesada y Valiente. Esta mesa directiva tendría que afrontar el inminente pronunciamiento del Ejército.

Los diputados que dirigieron las sesiones durante los eventos de febrero de 1823.
(retratos publicados en la revista Variedades en septiembre de 1922)

Uno de los descontentos ante la situación, era el antiguo prefecto de Lima, José Mariano de la Riva Agüero y Sánchez Boquete. Nacido en 1783, dentro de una familia con notables conexiones aristocráticas, fue testigo de la crisis dinástica de 1808, manifestándose desde entonces como un partidario de la independencia americana. A su retorno a Lima, fue uno de los conspiradores de mayor notoriedad (y peligrosidad) en la etapa final del virreinato: aprovechó su red de contactos al máximo, formó clubes secretos, y mantuvo correspondencia con los gobiernos de Buenos Aires y Chile.

Su labor no pasó desapercibida a los agentes de los virreyes Abascal y Pezuela, al punto que, como recordó el futuro cosmógrafo Eduardo Carrasco, tanto Riva Agüero como sus compañeros sufrieron prisión en la carceleta de la Inquisición, llegando a ser internado a Tarma en 1819. En este ambiente, escribió un discurso a favor de la independencia, Manifestación histórica y política de la Revolución de América, y mas especialmente al Perú y al Río de la Plata (1818), texto conocido como las veintiocho causas, donde argumentaba la oposición entre España y América, defendiendo la necesidad de un gobierno independente fuerte y la conservación de la nobleza como fundamento de un gobierno.

Coronel José de la Riva Agüero, prefecto del departamento de Lima en 1821.
(dibujo de Francisco González Gamarra)

Con la llegada de San Martín, Riva Agüero colaboró activamente con la causa patriota; con Lima en poder de las fuerzas patriotas, Riva Agüero fue nombrado prefecto del departamento de Lima. Tal situación, apuntó Paz Soldán, le abrió "un teatro mas extenso para hacer uso de su génio activo y del influjo que ejercía sobre el pueblo. Este poder le venia de su popularidad con la gente de color que veía en el jóven Riva-Agüero á su amo el niño Pepito". Esta popularidad le hizo tener cercanía con agentes capaces de encauzar a la población; uno de estos agentes, era Mariano Tramarría, un viejo comerciante de tabaco, cuya detención y posible destierro por los agentes del temible ministro de San Martín, Bernardo de Monteagudo, fue visto como un exceso, provocando el motín de julio de 1822, que culminó con el destierro del ministro. Riva Agüero escribiría un folleto titulado Lima justificada en el suceso del 25 de julio. Con el nuevo Congreso, Riva Agüero aspiraba a un cargo acorde con la importancia de sus servicios a la causa patria, pero no fue así. Paz Soldán consideró que de haber sido elegido Riva Agüero como jefe del Ejecutivo, habría sido más acertado en sus acuerdos, pero el Congreso prefirió a un triunvirato inerte, dejando a Riva Agüero libre para conspirar.

Edición de la Gaceta del Gobierno del 22 de febrero de 1823, con la última proclama de la Junta Gubernativa.

Dentro de las filas del ejército, el general Andrés de Santa Cruz había destacado como comandante de la división peruana que había auxiliado a las fuerzas bolivarianas en la batalla de Pichincha. Por ausencia del coronel Borgoño, era el segundo al mando del ejército. A diferencia del mariscal Arenales, Santa Cruz tenía aspiraciones políticas, evidenciando con los años gran sagacidad y capacidad organizativa como gobernante. Sin embargo, en 1823, pese a su participación al frente de la división peruana que cooperó en el triunfo del general Sucre en Pichincha, no tenía aún suficiente importancia política, y estaba convencido que se requería unificar el mando en la figura de Riva Agüero. Para llegar a tal fin, preciso era adoptar una actitud sediciosa frente al Congreso, y en tal sentido, intentó influir en Arenales para que encabezase tal pronunciamiento.

Por su lado, Arenales, viejo soldado de carrera, atrapado en el conflicto interno entre la disciplina y fidelidad que debía a las autoridades legalmente instituidas, y la impotencia frente a la indolencia y ceguera del Congreso frente a las necesidades del ejército bajo su mando, "parecía aborrecer su destino". Ante las insinuaciones para que encabezase el inminente estallido, rehusó con indignación: “Varios subalternos se habían atrevido á hacerme esta proposicion, y ella misma apresuró mi renuncia. Antes que aceptar un peso superior á mis luces, y unos medios tan humillantes de obtenerle, hubiera preferido la muerte. Jamas el espíritu de ambicion tuvo la garantía de tocar á mi corazon y tentarme á sacrificar la negra aclamacion de un momento catorce años de servicios y trabajos sobre las aras de la patria, que no basta que sea independiente sino es libre, y nunca lo será mientras sus derechos sacrosantes se vean sometidos á la influencia y arbitrariedad militar”.

A las ocho de la mañana del miércoles 26 de febrero de 1823, en el campamento de Miraflores, un dolido Arenales envió un oficio a la Junta, recordando sus exhortaciones desatendidas, y la renuncia condicional formulada el anterior 8 de febrero. “Hoy ha llegado ya el lance de que por no haberse puesto en ejecucion aquellas medidas, me obligan indefectiblemente las circunstancias á hacer la renuncia, como la hago en forma, de dicho destino, y suplico á V. E. se digne concedermelo sin mas dilacion, reiterando en su defecto aquella protesta de no ser responsable de ningun resultado desde esta hora”.

Momentos después, desde el cuartel general de Miraflores, el general Andrés de Santa Cruz, los coroneles Agustín Gamarra, Ramón Herrera, Federico de Brandsen, y Félix Olazábal, y los tenientes coroneles Juan Bautista Eléspuru, Ángel Antonio Salvadores, Antonio Gutiérrez de la Fuente, Ventura Alegre, José María Plaza, Salvador Soyer y Eugenio Garzón, además del derrotado general Enrique Martínez, firmaron una representación al Soberano Congreso: “Los Jefes del Ejército-Unido, y á su nombre los que suscriben, dejarían de ser fieles á la patria, y poco adictos á la soberanía de ella, representada dignamente en el Soberano Congreso constituyente, sino patentizasen por medio de esta representacion el espíritu patriótico que los anima en defensa de la libertad é independencia, como en apoyo de la Representacion Nacional”.

Retratos de algunos de los oficiales que firmaron el pronunciamiento del 26 de febrero de 1823.

Los firmantes manifestaron estar dispuestos a sacrificarse en la lucha, pero no podían permanecer como meros espectadores ante la apatía e indiferencia observadas en tan críticas circunstancias, que comprometían la suerte del país. Las previsiones sobre el destino desdichado del Ejército del Sur no habían sido simples conjeturas; peor aún, no se tomaban medidas suficientes para enfrentar un posible avance realista hacia Lima. “El Soberano Congreso sabe muy bien, que sin la confianza pública nada puede hacer para salvar el país. Es notorio que la Junta Gubernativa no ha merecido jamas la de los pueblos ni la del ejército que gobierna; y que en los momentos críticos, no son los cuerpos colegiados los que pueden obrar con secreto, actividad y energía, aunque los que lo componen se hallan adornados de virtudes y conocimientos. El carácter de la Junta Gubernativa, como el de todo cuerpo de esta especie, es la lentitud é irresolucion, y este vicio es inherente á todo cuerpo ó tribunal”.

La situación del Perú, continuaban los oficiales, “requiere un jefe supremo que ordene y sea velozmente obedecido, y que reanime no solamente al patriotismo oprimido, sino que dé al ejército todo el impulso de que es susceptible”. Criticaban a desatención al ejército, impago desde hacía dos meses y sin los reemplazos necesarios para cubrir sus bajas, mientras los realistas avanzaban en su propósito de dominar al país independiente. En tales condiciones, advertían, solo encontrarían en su camino “teorías ó consuelos frívolos, que no sirven sino para encadenarnos”. Por ello, pese a tener “respeto á la Representacion Nacional, […] no pueden omitir esta manifestacion nacida de su acendrado patriotismo, porque consideran que solamente en la separacion del poder ejecutivo del seno del Soberano Congreso consiste la salud de la patria”. Y añadían: “El Sr. coronel D. José de la Riva-Agüero parece ser el indicado para merecer la eleccion de Vuestra Soberanía: su patriotismo tan conocido, su constancia, sus talentos, y todas sus virtudes garantizan su nombramiento del jefe que necesitamos”. Reiterando que su único objeto era la libertad del Perú, el ejército recordaba al Congreso los sacrificios hechos, reiterando que no estaban dispuestos a “capitular con el enemigo de la patria, ó continuar en una inaccion culpable”, tras lo cual, procedieron a firmar. Según Gutiérrez de la Fuente, firmante del documento, la nominación de Riva Agüero se debió a que, al debatirse quién podría asumir el poder ejecutivo, ni Santa Cruz ni Gamarra se ofrecieron, pues no querían que el reclamo al Congreso fuera interpretado como una maniobra egoísta de algún jefe.

Representación al Congreso, 26 de febrero de 1823.

Esta vez, la posición del ejército no podía ser ignorada por el Congreso. Sin la presencia del dolido Arenales, que rehusaba intervenir en tan enojosa situación, y sin el respaldo de una opinión pública claramente favorable a Riva Agüero y adversa a la Junta tras los pésimos resultados militares, la única arma que le quedaba al Congreso era la legalidad, y se intentó jugar esa carta para ganar tiempo. La respuesta que el secretario del Congreso, Francisco Javier Mariátegui, envió al general Santa Cruz ese mismo 26 de febrero expresó tanto el "dolor" con que el Congreso recibió "los conceptos equivocados en que se hallan los cuerpos del ejército", como la satisfacción ante los respetuosos sentimientos de los jefes; pidió que confiasen en "la deliberacion prudente i madura que a la mayor brevedad [el Congreso] se prepara a tomar segun la urjencia i gravedad del asunto".

Primera respuesta del Congreso, el 26 de febrero de 1823.

A las once y cuarto de la noche del 26, el Congreso escuchó a los ministros, quienes no habían tomado ni pensaban tomar providencias frente a la posición del ejército. Tampoco lograron llegar a un acuerdo, pese a la urgencia de la situación. “El estado de inquietud en que se halla la capital, y las consecuencias que pueden resultar de que el Congreso continúe discutiendo á media noche, ó precipite su resolución en materia de tanta entidad y trascendencia, le han decidido a levantar la sesión”, informaron los secretarios Quesada y Mariátegui a Santa Cruz. Los congresistas confiaban en ganar tiempo, persuadiendo a los jefes militares de que descansaran con esa medida, y evitando además que la concentración del poder ejecutivo en un solo individuo, resolución que inevitablemente se perfilaba, fuese atribuida a la presión militar.

Segunda respuesta del Congreso, el 26 de febrero de 1823.

Las esperanzas del Congreso quedaron frustradas. Un memorial encabezado por el viejo Mariano Tramarría reunió numerosas firmas en su apoyo, y al día siguiente, el hábil tabaquero congregó una bulliciosa multitud en la plaza de la Inquisición, en respaldo de la acción del ejército. Por otro lado, las milicias cívicas secundaron la actitud de “sus hermanos, los individuos del Ejército del Centro, la guarnición de la plaza del Callao y demás jefes militares”. Desde Bellavista, el subinspector general de cívicos, Juan de Berindoaga, conde de San Donás, junto con los jefes y oficiales de los distintos cuerpos cívicos, enviaron una representación al Congreso.

Representación de los cuerpos cívicos en respaldo de la actitud del ejército.

Al mismo tiempo, en el campamento de Miraflores, el mariscal Arenales no recibía aún respuesta a su renuncia presentada la víspera. Deseando dejar en claro que no estaba involucrado de ningún modo con la actitud de sus antiguos subalternos, el veterano soldado se dirigió a las tropas para informarles de su dimisión, la cual había reiterado ese mismo día a las once de la mañana. “Lo hago saber al ejército para que así lo tenga entendido, y que no se obedezca órden alguna dada á mi nombre”

Al día siguiente, mientras se decidía la elección presidencial, el vencedor de Pasco solicitó al Congreso que se le expidiera el permiso correspondiente para retirarse del Perú. Al no recibir respuesta, Juan Antonio Álvarez de Arenales, mariscal de los ejércitos de la República del Perú y de la República de Chile, y general de los ejércitos de las Provincias Unidas del Río de la Plata, abandonó para siempre el país. En abril publicaría un manifiesto para explicar las causas "que me ha impelido á dejar precipitadamente las ingratas costas del país donde llevamos el pendon de la libertad, y presentarme en el generoso Chile que nos había enviado".

Manifiesto del mariscal Arenales, fechado el 16 de abril de 1823.

Por su parte, la molestia ante la demora del Congreso llevó a Santa Cruz a ordenar la marcha del ejército hacia la hacienda de Balconcillo, a poco más de dos kilómetros de Lima. La denominación histórica de “motín de Balconcillo” que se da a este pronunciamiento, surgió de este momento. En Balconcillo, el general firmó un nuevo oficio al Congreso, insistiendo en el pedido anterior: “Los enemigos de la patria no duermen; y Vuestra Soberanía puede evitar los peligros con que nos amenazan”. El portador del oficio, teniente coronel Juan Bautista Eléspuru, entregó también un recado verbal de Santa Cruz para el presidente del Congreso, doctor Araníbar, advirtiendo "que dentro de media hora debía resolverse, si no se quería que el ejército tomase resoluciones del momento".

Oficio al Congreso, 27 de febrero de 1823.

En el Congreso, el debate fue intenso. El diputado José Pezet pidió la lectura de la representación de Tramarría, lo que fue rechazado por la Mesa por infringir la ley del 19 de diciembre. Un grupo de diputados, entre los que figuraban Luna Pizarro y Mariátegui, pidieron no tomar resolución por la falta de libertad en que se hallaban por la presión militar; otro grupo insistió en acceder a la solicitud de los jefes. Entonces, Luna Pizarro presentó un voto, firmado por dieciocho diputados más, insistiendo en la carencia de libertad en la deliberación de un asunto de tanta importancia, pidiendo no deliberar la cuestión mientras la fuerza armada no sobreseyese sus pretensiones, proponiendo luego debatir la variación del gobierno “si lo tuviese por conveniente”, protestando contra toda violencia o miedo grave. Mariano José de Arce fue más lejos: sostuvo que ante la presión militar, sólo “soy un simulacro de representante del Perú y juzgo que el Congreso solo es un simulacro”

Mientras el debate se prolongaba, el general Santa Cruz, impaciente por terminar el asunto, ingresó con sus fuerzas a Lima, ocupó las calles y plazas, y detuvo en su alojamiento al mariscal La Mar, presidente de la Junta.

Uniformes de los batallones N.° 2 y N.° 3 del Perú, que actuaron en los hechos de febrero de 1822.
(dibujo del autor)

En el Congreso, Hipólito Unanue propuso una solución contemporizadora para evitar “la división de anarquía que amaga”: la retirada inmediata del ejército a sus cuarteles, el retorno de la Junta Gubernativa al seno del Congreso, y el encargo de la administración del poder ejecutivo al jefe de mayor graduación hasta la deliberación definitiva de la representación nacional. Mariano Quesada salvó su voto, aduciendo que ningún funcionario podía ser suspendido o separado sin el previo juicio de residencia. Se aprobó la propuesta de Unanue, propuesta calculada para dar al Congreso las apariencias de una libertad inexistente, pues en el fondo se aceptaba la imposición militar.

Decreto del 27 de febrero de 1823.

El primer presidente del Perú.

La noche del 27 de febrero, se reunió el Congreso para tomar juramento al jefe de mayor graduación, mariscal José Bernardo de Tagle y Portocarrero, marqués de Torre Tagle. Luna Pizarro, una vez más, intentó ganar tiempo, presentando en vano una moción para que no se prestase el juramento; derrotado, se retiró del Congreso, y con licencia, partió a Chile. Ante una carta que afirmaba la retirada de las tropas, se hizo entrar al mariscal Tagle, quien prestó el juramento como encargado del mando supremo, manifestando estar animado de los mejores sentimientos para contribuir a la felicidad del país, y que pese a estar convaleciente de una grave enfermedad, se ponía al servicio del Congreso y de la Patria.

Retrato del marqués de Torre Tagle, José Bernardo de Tagle y Portocarrero, existente en el Instituto Sanmartiniano del Perú.
(fotografía del autor, 2019)

La sesión del viernes 28 de febrero comenzó con el pedido de la antigua Junta Gubernativa para la formación de un juicio de residencia, que fue remitido a la comisión de Justicia. En esa sesión clave, el general Santa Cruz se presentó personalmente ante el Congreso y, con frases acomedidas, recalcó los sentimientos del ejército por la salvación de la Patria, asegurando que obedecerían lo que el Congreso decretase. Sin embargo, advirtió que, de no nombrarse a Riva Agüero, los jefes y oficiales renunciarían a sus empleos y solicitarían sus pasaportes. Intentando calmar los ánimos, el presidente del Congreso, doctor Araníbar, manifestó su agrado ante los sentimientos de subordinación expresados por el ejército. Antes de que el general Santa Cruz se retirara, el diputado Carlos Pedemonte criticó la conducta de los jefes como poco subordinada, aunque disculpable por el ardor del ejército ante una medida que creían capaz de salvar a la Patria.

Esta pintura de Rugendas (1843), ilustra el mercado principal de Lima ubicado en la plaza de la Inquisición, apreciándose la iglesia de la Caridad, sede del Congreso en 1822. Observando esta pintura, no es difícil imaginar el aspecto de la plaza en los días de febrero de 1823, con la presión militar y popular a los diputados en pro de la elección de José de la Riva Agüero.
(Lima la Única - Facebook)

Habiéndose retirado el general, Sánchez Carrión tomó la palabra. Reflexionando sobre los hechos, manifestó que, entre licenciar al ejército —que, en su opinión, equivalía a fracasar la independencia— o acomodarse a los deseos militares, el Congreso debía decidirse por el mal menor. Manuel Pérez de Tudela criticó la imprudencia de “un señor diputado” (refiriéndose a Luna Pizarro) como causa de los excesos producidos por el ejército el día anterior, y afirmó que se debía proceder a la elección solicitada. Unanue se adhirió a esta postura y elogió los méritos de Riva Agüero, añadiendo que bajo ningún concepto se debía considerar la elección como resultado de la presión del pueblo y de los jefes militares (frase que Gonzalo Bulnes se mofaría, calificando a Unanue de “blando”). Eduardo Carrasco y varios diputados elogiaron la figura de Riva Agüero.

Y así, se procedió a llevar a cabo la elección: por treinta y dos votos (a los que se añadieron tres diputados que llegaron tarde y dos diputados que enviaron su voto por escrito), se aprobó dar al coronel de milicias José de la Riva Agüero el título de Presidente de la República con el tratamiento de Excelencia. Se procedió a extender el decreto respectivo, que fue comunicado tanto al encargado del mando, mariscal Tagle, como al general Santa Cruz, quien envió un nuevo oficio, felicitando al Congreso por la decisión.

Decreto del 28 de febrero de 1823.

Ese mismo viernes 28 de febrero de 1823, José de la Riva Agüero juró la Presidencia de la República. El presidente del Congreso dio entonces un discurso grandilocuente en que rozaba los límites de la adulación al comparar al nuevo presidente con el general romano Escipión el Africano, vencedor de Aníbal en la segunda guerra púnica: "¡Quiera el cielo, que así como Roma formó un calendario particular para celebrar el día de la batalla de Sama en honor de la república y de Scipion; el Perú lo forme igualmente del día en que se reconozca por todas las naciones su independencia, en honor de la república y del Presidente Riva-Agüero!". Riva Agüero respondió con un breve discurso prometiendo corresponder a la honra con que el Congreso lo había distinguido, pidiendo al cielo días venturosos para el Perú, que la nueva Constitución afianzase las libertades peruanas, y la dicha de retirarse a la vida privada con la satisfacción de no dejar ni un solo tirano en el Perú.

Ley del 4 de marzo de 1823.

La adulación no había hecho más que empezar: el 4 de marzo de 1823, a propuesta del diputado Toribio Dávalos, el Congreso ascendió al coronel de milicias Riva Agüero al máximo grado del escalafón militar peruano: gran mariscal de los ejércitos del Perú; el mismo decreto estableció el uso de la banda bicolor como símbolo del poder presidencial. En cartas publicadas en la edición de la Gaceta del Gobierno publicada el 5 de febrero, Riva Agüero aceptaba la banda bicolor pero rechazaba el mariscalato aduciendo su falta de méritos militares, a lo que el doctor Araníbar respondió que el ascenso se debía a sus méritos y “por decoro necesario a la alta dignidad que hoy ocupa, y como un honor debido al rango elevado del primer magistrado de la República”.

Firma del gran mariscal José de la Riva Agüero, primer presidente de la República.

De esta manera, en palabras de Nemesio Vargas, “el celo por guardar la soberanía, fué causa de que el país cayera bajo el despotismo militar; por querer levantar demasiado la espada de la ley, los representantes sometieron el país á la ley de la espada”. Los conspiradores habían aprovechado la ceguera del Congreso ante las necesidades bélicas, la debilidad de la Junta en la conducción de la guerra, la creciente inquietud de Arenales ante la situación del ejército. De ese complejo cóctel, y con la fuerza del ejército, había emergido una nueva institución: la Presidencia de la República, aunque sin asignarle funciones o duración. Pocos notaban que la imposición de la elección de Riva Agüero era también el germen de nuevas alteraciones: el número de diputados opuestos no dejaba de ser considerable. Luna Pizarro y otros diputados partieron al extranjero en señal de protesta. Varios de los diputados que continuaron asistiendo a las sesiones, no olvidarían la imposición de febrero de 1823, y esperarían el momento para su revancha.

"La historia de vida de José de la Riva Agüero es la historia de la independencia y de la naciente república. Su trayectoria política pasa por los Gobiernos de los últimos virreyes - Abascal, Pezuela y La Serna -, las guerras de independencia, la expedición libertadora y Gobierno de San Martín, el establecimiento de la república con la junta gubernativa y el primer Congreso Constituyente, su propio Gobierno como primer presidente del Perú, los inicios de la dictadura de Bolívar, casi todos los Gobiernos republicanos, la confederación Perú-Bolivia y el período "castillista" entre las décadas de 1850 y 1850. Es un testigo de excepción y protagonista de este proceso de larga duración: el de la consolidación de la independencia en la república peruana. Parte importante de esa historia del Perú que él representa es la de los liderazgos políticos" (Hernández).
(grabado publicado en la Historia del Perú independiente de Paz Soldán, 1870)

FUENTES CONSULTADAS.

  • Basadre Grohmann, Jorge (2005). Historia de la República del Perú 1822-1933 (tomo 1). Lima: Editora El Comercio.
  • Bulnes, Gonzalo (1897). Últimas campañas de la independencia del Perú (1822-1826). Santiago de Chile: Imprenta y Encuadernadora Barcelona.
  • Colección Documental de la Independencia del Perú (1973-1975). Primer Congreso Constituyente (3 volúmenes). Lima: Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia del Perú.
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  • Hernández García, Elizabeth (2019). José de la Riva Agüero y Sánchez Boquete (1783 - 1858). Primer Presidente del Perú. Lima: Fondo Editorial del Congreso del Perú.
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