Palabras de fe en una ciudad con justicia y paz.
Hace algún tiempo, paseando por las librerías antiguas de Lima, adquirimos un libro del padre Rubén Vargas Ugarte titulado Sembrando la Semilla (Oraciones y Discursos), que compila los sermones sacros que pronunció entre 1925 y 1951. Al ojearlo en la calma de nuestro hogar, fue una agradable sorpresa encontrar el “SERMÓN PREDICADO EN LA NUEVA IGLESIA MATRIZ DE CHICLAYO, EL 15 DE ABRIL DE 1935, EN LA CEREMONIA CONMEMORATIVA DEL CENTENARIO DE LA CIUDAD”, el cual será el tema de estos apuntes, con motivo del nonagésimo aniversario de dicho discurso.
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Retrato del padre Rubén Vargas Ugarte S.J. (publicado en el Diccionario editado por Milla Bartres) |
La coyuntura de 1835.
En febrero de 1835, en medio de una agitada coyuntura y aprovechando que el presidente constitucional, general Luis José de Orbegoso, se encontraba en Arequipa, el joven general Felipe Santiago Salaverry se proclamó Jefe Supremo en Lima. El general Domingo Nieto, fiel al gobierno constitucional, fue deportado a México, pero logró escapar de sus captores y desembarcó en Huanchaco, donde fue rechazado por las fuerzas del coronel José María Lizarzaburu, leal a Salaverry. Inquieto por las noticias, Salaverry marchó hacia el norte a principios de abril, recibiendo el respaldo de un grupo de voluntarios chiclayanos, encabezado por el coronel José Leonardo Ortiz, amigo cercano de Salaverry.
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Retrato del general Felipe Santiago Salaverry, Jefe Supremo de la República. (colección del autor) |
Agradecido, desde su cuartel general en Chocope, el Jefe Supremo emitió dos órdenes supremas. La primera, el 15 de abril de 1835, elevó la villa de Chiclayo al rango de ciudad, con el título de Heroica. No contamos con el texto oficial de esta orden, pero se publicó un oficio enviado por el coronel José Ildefonso Coloma, jefe del Estado Mayor, al coronel prefecto del departamento de La Libertad, informando de la decisión suprema. La segunda, emitida el 18 de abril, separó territorios de las provincias de Lambayeque, Chota y Cajamarca para crear la provincia de Chiclayo, “atendiendo á la riqueza” chiclayana. Sin embargo, tampoco contamos con el texto oficial de esta orden, sino que se publicó un aviso en la Gaceta Oficial. Ambos documentos fueron recogidos en la Colección de leyes de Juan Oviedo, donde hemos podido localizarlos.
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Aviso y oficio del 15 de abril de 1835, en relación con la elevación de la villa de Chiclayo a ciudad. (publicado en el tomo IV de la Colección de leyes de Oviedo) |
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Aviso del 18 de abril de 1835, sobre la creación de la provincia de Chiclayo. (publicado en el tomo IV de la Colección de leyes de Oviedo) |
Para explicar la decisión del Jefe Supremo, no basta con atribuirla únicamente al agradecimiento por el respaldo de Chiclayo. Es posible que la ciudad de Lambayeque estuviera también comprometida con la causa de Orbegoso, considerando su rol y las relaciones establecidas durante su época como intendente en los tiempos bolivarianos. Esto se ve reflejado en la abundante correspondencia que el presidente recibió de Lambayeque, felicitándolo por su ascenso al poder. Otro aspecto a tener en cuenta es la rivalidad histórica entre la ciudad de Lambayeque y la villa de Chiclayo. La nueva provincia, al dividirse del antiguo partido, consolidó un nuevo centro de desarrollo a nivel local, sin los inconvenientes derivados de los efectos del Niño de 1828.
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Retrato y firma del general Salaverry. (publicado en la Historia del Jeneral Salaverry de Bilbao) |
Los chiclayanos respaldaron lealmente al joven caudillo, hasta tal punto que un batallón que llevaba el nombre de la ciudad (comandado por el teniente coronel Sebastián Ortiz) y un escuadrón de jinetes marcharon en refuerzo de Salaverry hacia el sur. Llegaron a tiempo para proteger la retirada del ejército salaverrino de Arequipa del acoso de las fuerzas santacrucinas, y participaron en las batallas de Uchumayo y Socabaya. En esta última, el batallón Chiclayo fue uno de los primeros en liderar el ataque. Sin embargo, su entusiasmo no fue suficiente para evitar la derrota de su caudillo, lo que significó que la provincia de Chiclayo no se consolidara hasta 1839. Tras la ejecución de Salaverry, Santa Cruz (con Orbegoso a cargo del estado norperuano) derogó las disposiciones del tempestuoso caudillo. Derribada la Confederación, y agradeciendo a los voluntarios chiclayanos, Gamarra renovó definitivamente las disposiciones de Salaverry.
El padre Vargas Ugarte.
Hijo de Manuel Nemesio Vargas, un estudioso injustamente olvidado en la historiografía peruana, Rubén Vargas Ugarte nació en Lima en 1886. Novicio en la Compañía de Jesús en 1904, fue ordenado sacerdote en Barcelona en 1921. La sólida formación humanística y filológica que adquirió durante su formación sacerdotal marcó profundamente su método historiográfico.
En 1924, el padre Vargas Ugarte regresó al Perú, desarrollando una amplia carrera tanto en lo académico como en lo pastoral, hasta su fallecimiento en 1975. Docente en la Pontificia Universidad Católica del Perú, llegó a ser Decano de la Facultad de Letras en 1935, y Rector de la Universidad en 1947. Bajo el segundo gobierno de Manuel Prado Ugarteche, el padre Vargas Ugarte fue designado director de la Biblioteca Nacional en 1956. En 1962, fue delegado del Perú en la solemne canonización de San Martín de Porres en Roma.
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Vista de la habitación del padre Vargas Ugarte en el convento de San Pedro, tomada tras su fallecimiento en febrero de 1975. (publicado en el Diccionario editado por Milla Bartres) |
Erudito; con empeño y laboriosidad infatigable, dedicó casi toda su vida al oficio de escritor, habiendo llegado a publicar cerca de un centenar de libros, aparte de innumerables folletos y artículos periodísticos. Investigador por antonomasia, preocupado esencialmente por la vida política y religiosa del virreinato, cultivó el tradicional género historiográfico narrativo, con minuciosidad en la consignación de datos y fechas, y ecuanimidad en los juicios. Se trata de una historia apegada al documento, construida sobre la base de la verificación archivística, aunque sin prestar casi atención a las estructuras económico-sociales. Dentro de su extensa bibliografía pueden distinguirse trabajos históricos de índole general, estudios de historia eclesiástica, hagiografía y culto, biografías de virreyes y gobernantes republicanos, manuales y repertorios especiales, así como ediciones de documentos.
En el ámbito de la historia eclesiástica, destacan sus biografías de religiosos peruanos, los cinco volúmenes de Historia de la Iglesia del Perú (publicada entre 1953 y 1962), y los cuatro de Historia de la Compañía de Jesús en el Perú (impresa entre 1963 y 1965). En cuanto a la historia virreinal, el padre Vargas Ugarte profundizó en el arte, los títulos nobiliarios y la educación durante esa etapa crucial de nuestra historia. En lo que respecta a la historia republicana, se puede destacar su biografía del mariscal Ramón Castilla. Finalmente, el historiador jesuita publicó una relevante colección de impresos peruanos en doce volúmenes entre 1949 y 1957, además de varios documentos inéditos sobre la guerra con Chile en 1967 y sobre la independencia en 1971.
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Dos de las obras más importantes del padre Vargas Ugarte. |
El sermón en Chiclayo.
Sin duda, la oratoria sacra, el arte de predicar en un contexto religioso, ha tenido una gran importancia a lo largo de la historia por diversas razones: como instrumento de evangelización, como mecanismo de formación espiritual y moral del pueblo, y como expresión elevada de la retórica, que conecta lo humano con lo divino. Cabe señalar que, al menos en lo que respecta a la historiografía peruana, aún falta una compilación exhaustiva de la oratoria sacra peruana, en la que destacaron figuras como Bartolomé Herrera y José Antonio Roca y Boloña. De hecho, el discurso de incorporación del padre Vargas Ugarte a la Academia Peruana de la Lengua, en 1942, trató sobre La elocuencia sagrada en el Perú en los siglos XVII y XVIII.
Para 1935, el padre Vargas Ugarte ya gozaba de prestigio como orador sacro, especialmente en conmemoraciones de gran significado histórico, como la del centenario luctuoso del Libertador Bolívar. Además, pronunció oraciones fúnebres en honor al Dr. Carlos Washburn, presidente de la Corte Suprema, y al general francés Charles Mangin. En este contexto, fue invitado a dar el sermón durante el Te Deum conmemorativo del centenario de los hechos de abril de 1835.
Lamentablemente, no disponemos de detalles precisos sobre el programa de las fiestas del centenario de la creación de la provincia de Chiclayo. Sabemos, sin embargo, que el 18 de marzo el gobierno del general Óscar R. Benavides promulgó la Ley N° 8048, mediante la cual se destinó una partida de 150 mil soles de oro para los gastos de la celebración chiclayana, que fue erróneamente titulada "Cuarto Centenario de la Fundación de Chiclayo". La ley también garantizó financiamiento para obras públicas, como la ampliación y el mejoramiento del mercado y el camal, así como la apertura y el ensanche de avenidas y calles. Además, se autorizó la emisión de estampillas conmemorativas, que, hasta donde sabemos, nunca llegaron a ser emitidas. En ese 1935, según los datos proporcionados por nuestro amigo, el incansable investigador Miguel Ángel Díaz, el alcalde de Chiclayo era don Miguel Arbulú González, mientras que el Prefecto del Departamento de Lambayeque, impopular entre la población, era don Gonzalo Cabada Dancourt.
En el libro que recopila los sermones del padre Vargas Ugarte, se menciona que el Te Deum conmemorativo tuvo lugar en "la nueva Iglesia Matriz". Sin embargo, sabemos que la Iglesia Matriz de Chiclayo (demolida en 1961, en lo que constituye un verdadero crimen cultural contra la identidad histórica de Chiclayo, justificado en aras de un progreso mal entendido) no era precisamente "nueva", dado sus más de tres siglos de existencia. No obstante, una fotografía compartida por nuestro amigo Vicente Sierra sugiere que el Te Deum conmemorativo se celebró en la actual Catedral de Chiclayo (que en ese entonces era conocida como "iglesia nueva"). Según los datos que poseemos, ese templo fue consagrado en 1935, aunque recién se finalizó en 1939. Esto se puede evidenciar en la fotografía mencionada, al observar el estado de las torres. Además, a pesar de estar terminado, se realizaron remodelaciones que le dieron el aspecto actual hacia finales de la década de 1950. Por lo tanto, suponemos que la mención a la Iglesia Matriz en el libro es un error de edición.
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Fotografía que muestra la asistencia del público en los exteriores de la Catedral de Chiclayo en abril de 1935. (Antiguas Fotos de Chiclayo - Facebook) |
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Fotografía del interior de la Iglesia Matriz de Chiclayo, hacia 1917. (a la venta en ebay) |
Por una feliz coincidencia, en el ciclo de conmemoraciones centenarias que nos han transportado desde la bravía y enriscada Jauja hasta el legendario y hierático Cuzco, desde la opulenta ciudad de los Virreyes hasta la hidalga y heroica Trujillo, cábele hoy el turno a la ciudad de Chiclayo, todavía en la adolescencia, si la comparamos con sus hermanas, pero en cuya lozanía se avizora un porvenir risueño y venturoso.
Y no penséis, señores, que esta rememoración del pasado es estéril e infructuosa. No, felices los pueblos que no han perdido la memoria y saben recordar los hechos que constituyen el tejido de su historia. Ella los vincula a sus antepasados, dando unidad a las generaciones que se suceden y cimenta la nacionalidad sobre la base firme de lo que perdura y se eterniza por encima de las vicisitudes a que están sujetas todas las cosas humanas. Entre tantas cosas que nos separan, no sólo bajo el punto de vista étnico sino aún bajo el geográfico, sólo hallo dos cosas que pueden enlazarnos y hacernos fuertes: la unidad religiosa que nos agrupa a todos bajo la sombra bendita del árbol de la Cruz y la unidad histórica, es decir la obra de los siglos que ha ido encadenando en nuestro suelo unas culturas a otras y ha ido formando por un proceso lento pero seguro todo ese caudal de enseñanzas y experiencias, de triunfos y de reveses, de borrones y de glorias que constituyen la herencia de los pueblos y son el núcleo del que surge la nacionalidad. Las naciones que no rinden culto al pasado y no atesoran con amor sus reliquias, están llamadas a disgregarse y a desaparecer. Pero ese culto no ha de servir para disfrutar en la holganza del bien recibido ni para darse el efímero placer de añorar cosas pasadas sino para, alentados con su ejemplo, no retroceder ante el obstáculo.
A Chiclayo no le faltan esos elementos para su prosperidad futura. Su nombre y el del Departamento nos recuerdan aquella cultura que se pierde en las nebulosidades de la prehistoria y que en otra edad alcanzó un florecimiento del que aún son testigos mudos esos monumentos que han sabido resistir la acción del tiempo. Se suceden luego las culturas incaica e hispana, esta última para fijarse definitivamente en este suelo y elevar a sus habitantes, mediante la transfusión de su culto, de su idioma y de su sangre, al alto nivel de cultura que gozaba la España conquistadora en el siglo XVI. A ella estamos ligados desde entonces por ese triple lazo como lo abona este templo, cuyas macizas torres, recortando el azul del firmamento, parece que intentaran ser el trono levantado por la piedad de los chiclayanos a su Patrona la Purísima Concepción; lo testifica nuestra lengua, armoniosa y dúctil como el genio griego, sintética y viril como el talento organizador del romano y en donde se reflejan así la fogosidad ruda y sensual de los árabes, como la sobria austeridad del pueblo ibero; lo predica, en fin, el vínculo de la sangre, generosamente mezclada con la de los aborígenes y de cuya fusión brotó nuestro tipo criollo, en donde se hermanan todas las cualidades y defectos de los que le dieron el ser y donde logró la paciente calma del indio suavizar la fiereza del alma castellana.
Además, esta ciudad que figuró ya en los albores de la emancipación, se aprestó desde entonces a luchar en las pacíficas contiendas del progreso y bien pronto empezó a cosechar los lauros merecidos del vencedor. Uno de ellos es el título que hace cien años le fué concedido, pero aún se ofrece un ancho campo a su esfuerzo y su posición geográfica, los recursos de su suelo y el dinamismo de sus hijos presagian que descollará con ventaja en el porvenir. Para no frustrar estas esperanzas una sola cosa es necesaria: que en ella se vea florecer la justicia y la paz, dándose una a otra, como dice la Sagrada Escritura, un osculo de reconciliación.
Estas proféticas palabras, antelada visión de los bienes imperecederos que había de traer al mundo el Salvador, verdadero Príncipe de la Paz, como le llama Isaías, se aplican también, guardada la proporción debida, así a los individuos como a las sociedades y a éstas de un modo especial, porque entre todos los bienes que hacen la felicidad de los pueblos, ninguno puede compararse a los derivados de la justicia y de la paz.
Justicia, primero, porque de ella y sólo de ella podrá brotar la verdadera y sólida paz, la que no necesita del auxilio de la fuerza y de la violencia para engendrar la calma en los espíritus, coordinar los intereses y hacer posible y aún deleitosa la convivencia de muchos dentro del organismo social. Suprimidla y la momentánea tranquilidad que se obtenga será la calma ficticia del océano presagiadora de la tempestad, será la paz de Varsovia (1).
No me voy a detener en probarlo, pero no dejaré de esbozar el argumento. Justicia, bien lo sabéis, es aquella virtud que nos inclina a dar a cada cual lo suyo, y a re conocer y acatar el derecho ajeno. ajeno. Esta definición tan clara como exacta, bastaría a mi propósito, pero permitid me remontarme un poco más alto en la filosofía del concepto y hallaremos que la justicia no es más que el orden esencial impuesto por Dios a los seres, como derivados de su misma naturaleza y regulador por lo tanto de las relaciones que median entre ellos. Ese orden esencial, en nuestras relaciones con Dios, se llama religión y constituye el primer deber del hombre y en nuestras relaciones con los demás, si es entre iguales se llama justicia, y, entre padres e hijos, se denomina piedad filial. Quebrantar ese orden, en cualquiera de sus aspectos es trastornar la esencia misma de las cosas y abrir ancho cauce a la desmoralización y al desenfreno. Por lo mismo, del mantenimiento de ese orden depende el bien inapreciable de la paz, porque ésta en definitiva no es más, según la definición del genio inmortal de San Agustín, sino la tranquilidad del orden, la posesión quieta y pacífica de los bienes que se derivan de él.
Ahora bien, esa justicia de donde ha de dimanar la paz, la debemos exigir en todo y para todos, en los de arriba como en los de abajo, en los que mandan como en los que obedecen, en los ricos como en los pobres, para que todos, seguros de que nadie ha de venir a perturbarles en la posesión de sus derechos, puedan gozar de las ventajas que lleva consigo la vida de sociedad. Sí, señores, justicia en los gobernantes, a quienes, como dice San Pablo, Dios ha constituido ministros suyos para el bien, no para el mal, para estímulo de los virtuosos y azote de los malvados. Justicia en los magistrados, cuya integridad no ha de ser vencida jamás por el cohecho ni debilitada por el temor. Justicia en cuantos ejercen un cargo público, a fin de velar por su custodia y porque no se despoje de ella aún al más destituido de favor. Justicia en los magnates de la industria, en los poderosos, a fin de no abusar de su poder sino antes bien cuidar del bienestar de los que de ellos dependen, como de seres que la Providencia les ha con fiado. Justicia también entre los obreros y humildes por la honradez en el trabajo, el respeto al derecho ajeno, la fidelidad a los compromisos.
Ah, señores, si estos ideales de justicia viniesen a convertirse en realidad, si aún en el más apartado rincón del Perú se mantuviese incólume el derecho del más humilde bracero, ¿no es verdad que la paz sería también un hecho y que nada habría por consiguiente, que se opusiese a nuestro avance en el camino del progreso? Pues de nos otros depende el lograrlo. Unamos nuestros esfuerzos en es ta noble labor, porque el éxito depende de la colaboración de todos, pero no olvidemos que la primera obligación que nos impone la justicia es la de reconocer y respetar las relaciones que nos ligan con Dios, la de mantener inviolables aquellos lazos que nos unen al Ser Supremo y constituyen la Religión. Sin eso, serían vanos todos nuestros intentos, no sólo porque así lo exige la esencia misma de las cosas y lo acredita la experiencia, pues no es posible que respete el derecho de los demás quien no sabe inclinarse ante los imprescriptibles derechos de Dios, sino porque la Religión por la peculiar consistencia de nuestra cultura y por la voluntad de los mismos que nos dieron Patria está indisolublemente unida a los destinos de la nacionalidad. Y termino, señores, la historia de un pueblo, se ha dicho que es la historia de sus monumentos. Si así es, yo preveo para esta ciudad un halagüeño porvenir. Este grandioso templo que nos cobija, levantado por el esfuerzo de sus hijos y la feliz iniciativa de uno de nuestros cató licos gobernantes, nos está diciendo que ese deber primor dial de justicia de que antes os hablaba no será echado en olvido ni descuidado por los chiclayanos. Aquí vendrán a retemplar su espíritu para las luchas cotidianas y en esas indecisiones del corazón a que está sujeto el hombre, cuando vacila entre el deber y la pasión. Aquí recibirán los auxilios que la Iglesia nos brinda y Jesucristo nos ofrece y son el único salvavidas que nos puede librar en las tormentas del alma y el mejor escudo contra los asaltos de la tentación. Aquí, finalmente, aprenderán todos a ser justos para con los demás y beberán en la imagen del Crucificado, viva encarnación de la justicia infinita, ese anhelo de cumplirla enteramente, pese a los desfallecimientos del egoísmo y a los halagos del interés. Y entonces sí que, según la brillante expresión de Isaías, se asemejará nuestra paz a la mansa corriente de un río anchuroso y nuestra justicia, es decir nuestro derecho, será tan imperturbable como la profundidad del mar. Erit sicut flumen pax tua et justitia tua sicut gurgites maris (2).
Apresuremos esa hora y cuando dentro de poco resuene bajo estas bóvedas el Himno Ambrosiano (3), el cántico de gratitud que nuestros pechos elevan al cielo por los favores que con mano pródiga derramó sobre este suelo el Hacedor, sirva también de presagio de días más venturosos para la Patria que nos arrulla con sus caricias de madre, y para Chiclayo que hoy cuenta cien años de vida ciudadana y afronta con serenidad el porvenir, fiada, como en dos brazos que han de encumbrarla muy alto, en la justicia y la paz. Así sea.
El eco de aquellas palabras de esperanza y fe en el porvenir se desvanece como un sueño utópico ante una realidad marcada por la indiferencia y la corrupción. Cuando la esperanza no se convierte en acción, se reduce a un mero recuerdo. Hoy, más que nunca, en la dramática situación que vivimos, ese llamado a la justicia y a la paz debe ser recordado, no como nostalgia ni como curiosidad histórica, sino como una tarea pendiente.
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Vista aérea de la ciudad de Chiclayo en 1975. (publicado en el Diccionario editado por Milla Bartres) |
NOTAS.
(1) Esta expresión hace referencia a los acuerdos del siglo XVIII que consumaron los repartos de Polonia (aunque, en sentido estricto, estos pactos no fueron firmados en Varsovia), siendo usada en alusión a pactos humillantes, carentes de legitimidad y sostenidos por la fuerza, sin respeto por la justicia ni por la voluntad del pueblo.
(2) Cita de Isaías 48, 18: "Fuera entonces tu paz como un río, y tu justicia como las ondas del mar".
(3) El Himno Ambrosiano, conocido como Te Deum laudamus ("A ti, Dios, te alabamos"), atribuido al obispo San Ambrosio de Milán, es uno de los himnos más antiguos del cristianismo occidental.
FUENTES CONSULTADAS.
- Bachmann, Carlos J. (1921). Departamento de Lambayeque: monografía histórico-geográfica. Lima: Imprenta Torres Aguirre.
- Basadre Grohmann, Jorge (2005). Historia de la República del Perú 1822-1933 (tomo 2). Lima: Editora El Comercio.
- Beltrán Centurión, Velia (2015). Historiografía del Centro de Chiclayo y del Palacio Municipal. Chiclayo: Grupo Expresión.
- Bilbao, Manuel (1853). Historia del Jeneral Salaverry. Lima: Imprenta del Correo.
- Cabrejos Fernández, Martín. Blog Historia Ciencia de Vida.
- Milla Bartres, Carlos ed. (1986). Diccionario histórico y biográfico del Perú (tomo IX). Lima: Milla Bartres.
- Oviedo, Juan (1861). Colección de leyes, decretos y órdenes publicadas en el Perú desde el año de 1821 hasta 31 de diciembre de 1859 (tomo IV). Lima: Imprenta del Estado.
- Vargas Ugarte S.J., Rubén (1965). Sembrando la palabra (Oraciones y Discursos). Lima: Tipografía Peruana.
- Zevallos Quiñones, Jorge (1995). Historia de Chiclayo (siglos XVI, XVII, XVIII y XIX). Lima: Librería Editorial Minerva.