Sesquicentenario del nacimiento de Manuel González Prada.
Más que un artículo, las siguientes líneas son un grupo de textos en relación con la figura compleja de Manuel González Prada (1844-1918). Las circunstancias de su muerte, su obra y la actualidad de sus acerbas críticas a la realidad del Perú de su época, son los ejes de cada uno de estos escritos, publicados en el Semanario "Expresión" en julio de 2018 con motivo del centenario luctuoso de don Manuel; queremos compartirlo (con algunos detalles adicionales) en su aniversario natal.
Manuel González Prada preparando goma. (fotografía publicada en Mi Manuel, memorias de doña Adriana de González Prada) |
Como de costumbre, el Director de la Biblioteca Nacional saldría al mediodía hacia su oficina. Era un hombre alto pues medía algo más de metro ochenta, lo que resaltaba aún más con el caminar muy erguido; de cabellos blancos y piel sonrosada, sus ojos azules miraban fijamente al interlocutor para disimular la miopía. Desde hacía siete años que sufría ahogos y mareos; arterioesclerosis fue el diagnóstico médico. Pero esa mañana, don Manuel se sentía de buen ánimo. “Todavía puedo vivir unos tres años”, le dijo a doña Adriana, su esposa, al notar que no estaban hinchadas sus piernas como otras veces.
El señor González Prada pasó luego a la sala a seguir leyendo los diarios y calculando el tiempo para llegar a la Biblioteca. En verdad, luego de la tremenda polémica por su nombramiento en 1912 en reemplazo de don Ricardo Palma, don Manuel había encontrado cierta paz entre los estantes del viejo local. Cumplido, laborioso y tranquilo director de la primera biblioteca del país, González Prada había remozado las colecciones, mostró comprensión con sus trabajadores, y lejos de su irascible fama, se reveló como un anfitrión cortés para todos los usuarios, con la única excepción de los lectores mutiladores de volúmenes a los que perseguía sin descanso. Voces de las nuevas generaciones solían visitarlo en la Biblioteca: el ensimismado José María Eguren, el vehemente Víctor Raúl Haya de la Torre, el enfermizo José Carlos Mariátegui, el incomprendido César Vallejo; este último le dedicaría el poema “Los dados eternos”.
Como parte de su régimen de dieta, don Manuel bebió un vaso de leche esperando la hora de partir. Comentó brevemente con su esposa los detalles de la última carta de Alfredo, su hijo, entonces secretario de la Legación peruana en Buenos Aires. Para cambiar de tema, doña Adriana le mostró un candelabro de bronce dorado que pensaba limpiar ella misma. “Haces bien, lo mismo hacía mi mamá…”, dijo González Prada antes de cerrar los ojos y desplomarse con un gran suspiro. Doña Adriana lo sujetó, llamó a las sirvientas, pidió llamasen a un médico. El doctor Flores acudió y le aplicó una inyección intentando reanimarlo, pero fue en vano. Manuel González Prada había muerto de un síncope cardiaco fulminante. Era el lunes 22 de julio de 1918.
Con este breve texto, la revista Variedades, dirigida por Clemente Palma, anunció el fallecimiento de González Prada. (revista Variedades, 27 de julio de 1918) |
La trayectoria de don Manuel.
La primera vez que leí a González Prada fue a través del célebre discurso del Politeama, discurso emotivo y vibrante para la conciencia nacional herida tras el desastre de 1879. La imagen mental que surgió del autor fue la de un hombre violento y amargado, de una voz tonante para semejantes textos oratorios. Pero la realidad histórica difería mucho: don Manuel era una persona tranquila y pacífica, devoto hombre de familia, y con voz de tiple que habría restado fuerza y contundencia a sus filípicas.
Su nombre completo era José Manuel de los Reyes González de Prada y Álvarez de Ulloa, pero optó por simplificarlo a González Prada; incluso firmaba “Manuel G. Prada”. ¿Cómo explicar que un hijo de familia aristocrática y, por ende, conservadora, terminase siendo un radical considerado casi como el Anticristo por las viejas beatas? La prematura muerte de su padre lo había hecho dejar los estudios en el Convictorio de San Carlos y dedicarse a la agricultura. De esta época datan sus primeros poemas. En sus “Baladas peruanas” (publicadas póstumamente) evidenció un afán por introducir argumentos de la historia peruana (como lo muestran títulos como “Origen de los Incas”, “La cena de Atahualpa”, “Presagio de Carbajal”, o “Túpac Amaru”) dentro de aquel género caprichoso y romántico. Ya maduro, fue un precursor de la poesía modernista con sus “Exóticas” (1911).
Estallada la Guerra de 1879, González Prada se enroló en la Reserva para la defensa de Lima. Desde su posición en las baterías del Pino vio con impotencia el desastre nacional en las líneas de San Juan y Miraflores. Se encerró en su casa hasta la retirada del ejército invasor. La derrota fue para González Prada una vergüenza que se negaba a tolerar, un fantasma del que no pudo liberarse. Usó el desastre como espejo para mirar y explicar los problemas del Perú de su tiempo: las miserias del país, la corrupción en sus autoridades, los problemas del clero, la ambición de los militares, la inacción de la ciudadanía, la postergación del indígena. Su visión se hizo pública en el célebre discurso del 29 de julio de 1888 en un evento en el Teatro Politeama para reunir fondos para el rescate de Tacna y Arica.
González Prada y su esposa en 1917. (fotografía publicada en Mi Manuel, memorias de doña Adriana de González Prada) |
González Prada abogó por la educación y la ciencia para erradicar la ignorancia, que permitía la difusión del clericalismo, mejorando así la situación del indígena. Pero progresivamente su rebeldía intelectual y su integridad, enfrentadas a una realidad que veía intolerable, llevaron a la transformación de su optimismo en pesimismo. Ni siquiera la evidente recuperación económica a partir de la década de 1890 lo disuadió de su lúgubre perspectiva, pues el progreso económico significaba para él, solo el enriquecimiento de la élite en medio de una extensa pobreza.
Analizando sus hirientes frases pesimistas, muchos afirmaron que era un antipatriota. Todo lo contrario. González Prada, más que destilar odio en sus acerbas críticas, recogidas principalmente en “Pájinas libres” (1894), “Horas de lucha” (1908) y la póstuma “Bajo el oprobio” (1933), mostraba el anhelo de un patriota que urgía a la necesaria regeneración del Perú, el anhelo de un hombre intransigente y honesto. Prácticamente todo el espectro político de su tiempo sufrió su afilada crítica. Nicolás de Piérola fue uno de sus blancos predilectos, hasta el punto de que González Prada parecía arrebatado por la antipatía. Respetó al Cáceres de la Breña, pero criticaba al Cáceres político. Llegó a afirmar: “Pierolismo y Cacerismo patentizan una sola cosa: la miseria intelectual y moral del Perú”.
Al empezar a profesar ideas anarquistas, reforzadas durante su estadía en Europa entre 1891 y 1898, González Prada aspiró a una revolución que trajese libertad y justicia a todos los hombres de todas las razas. Junto a su preocupación por el indio, el ensayista mostraba cariño y fe en el obrero. Pero lejos de ser un teórico o un terrorista (aunque avalaba el tiranicidio, para prevenir mayores derramamientos de sangre), González Prada fue un divulgador del anarquismo. No supo, o no pudo forjar un programa político. Sin embargo, sus ideas influyeron, a través de Haya de la Torre y de Mariátegui, a los futuros movimientos de izquierda en el Perú y quiérase o no, son ineludibles para comprender la evolución del pensamiento peruano en el siglo XX.
El destino nacional de la enemistad entre nuestros grandes hombres no fue ajeno a González Prada. Su disputa con don Ricardo Palma fue célebre. Cuando en 1912, el autor de “Tradiciones peruanas” renunció a la dirección de la Biblioteca Nacional por unos choques con el gobierno de Leguía, el entonces ministro Germán Leguía y Martínez logró que su reemplazo fuese el autor de “Pájinas libres”. La polémica fue tremenda: al pasar el escritor anarquista a ser funcionario público lo llegaron a llamar “Catón de alquiler”. Al renunciar al cargo ante el golpe de Benavides en 1914, demostró que no era tal, e incluso publicó un fugaz periódico contra el régimen dictatorial, La Lucha, siendo reincorporado al restaurarse la constitucionalidad en 1915.
Vigencia de González Prada.
Decía González Prada: “Al atravesar la plazuela de Bolívar (operación que rara vez efectuamos por miedo a los núcleos infecciosos) nos asalta el deseo de coger una brocha, saturarla de alquitrán y escribir en los muros de las dos Cámaras: AQUÍ SE NECESITA UN ARGUEDAS”, haciendo referencia al coronel Pablo Arguedas, quien en 1857, motu proprio, entró a la Convención Nacional y la disolvió, para luego cerrar el Palacio Legislativo con un simple candado. Y continuaba: “¿Qué es un Congreso peruano? La cloaca máxima de Tarquino, el gran colector donde vienen a reunirse los albañales de toda la República. Hombre entrado ahí, hombre perdido. Antes de mucho, adquiere los estigmas profesionales: de hombre social degenera en gorila politicante. Raros, rarísimos, permanecen sanos e incólumes; seres anacrónicos o inadaptables al medio, actúan en el vacío, y lejos de infundir estima y consideración, sirven de mofa a los histriones de la mayoría palaciega. Las gentes acabarán por reconocer que la techumbre de un parlamento viene demasiado baja para la estatura de un hombre honrado. Hasta el caballo de Calígula rabiaría de ser enrolado en semejante corporación”. Dudo mucho que algún lector de la actualidad no se identifique con el gran radical decimonónico.
Retrato de González Prada por Málaga Grenet. (publicada en Mi Manuel, memorias de doña Adriana de González Prada) |
Quiero cerrar estas líneas, citando aquella formidable pieza oratoria que fue el discurso del Politeama: “Los viejos deben temblar ante los niños, porque la jeneración que se levanta es siempre acusadora i juez de la jeneración que desciende… En esta obra de reconstitución i venganza no contemos con los hombres del pasado: los troncos añosos i carcomidos produjeron ya sus flores de aroma deletéreo i sus frutas de sabor amargo. ¡Que vengan árboles nuevos a dar flores nuevas i frutas nuevas! ¡Los viejos a la tumba, los jóvenes a la obra!”. ¿Hasta cuándo seguiremos siendo aquel país donde al presionar sale pus? Es un reto, un desafío a las nuevas generaciones que el viejo ácrata hizo hace más de un siglo, y que aún es una asignatura pendiente.
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